Mientras el paro no para de crecer en toda la Península, Galicia -sitio distinto- ha vuelto a aumentar por cuarto mes consecutivo sus cifras de empleo tras la expulsión de 4.000 trabajadores de las listas del INEM. Una cantidad más que estimable si se coteja con las 36.000 personas que -por el contrario- perdieron su trabajo en España durante el pasado junio.

Será que cobramos menos, que trabajamos más o las dos cosas a la vez; pero el dato incontestable es que la economía gallega sigue alumbrando nuevos empleos como si la crisis -o la acelerada desaceleración- no fuese con nosotros. Al igual que las autovías y los trenes de alta velocidad, también las recesiones económicas llegan con demora a este parsimonioso país.

Se conoce que somos tan lentos para acelerar como para desacelerar. Los gallegos llegamos tarde como de costumbre a los tiempos de la última bonanza, cuando hasta el más tonto hacía relojes -o más exactamente, ladrillos- y España era un gran casino del hormigón en el que todo el mundo aspiraba a dar el pelotazo. Tardamos en entrar al negocio y ahora estamos tardando en salir, circunstancia que acaso explique la rara salud que aún mantiene la economía galaica mientras la fiebre del desempleo no para de subir décimas mes tras mes en el resto de la Península.

También pudiera ocurrir, claro está, que a los gallegos nos guste llevar la contraria. Según esta hipótesis, lo nuestro no sería mera parsimonia e incluso pachorra sino flema directamente inglesa. Británicos a pequeña escala aunque no circulemos por la izquierda ni reneguemos del euro y del sistema métrico decimal, los hijos de Breogán compartiríamos con ellos una cierta propensión a la extravagancia.

Eso explicaría sin duda nuestra tendencia a dar la nota que se expresa en la bajada del paro y en la subida del precio de los pisos: justamente lo contrario de lo que ocurre en el resto de España. Pero aún hay muchos otros aspectos en los que ejercemos la vieja vocación galaico-británica de ir a contrapié de los demás.

Las nuevas y muy severas medidas adoptadas en materia de tráfico, por ejemplo, obraron una casi inmediata reducción del número de accidentes en España con una sola excepción que el agudo lector ya habrá adivinado. Efectivamente, la siniestralidad creció en Galicia hasta el punto de que el director general de tránsito no dudó en atribuir tan descorazonador resultado a un "problema psicológico" de los gallegos. El síndrome de llevar la contraria, probablemente.

Otro tanto ocurre con el cambio climático, que se ha producido en todas partes menos en esta Galicia donde sigue lloviendo como Dios manda. Aquí no cambia nada, ni siquiera cuando cambia el gobierno: una decisión que los gallegos toman de tarde en tarde no tanto por razones ideológicas como por llevar la contraria. Si en Madrid (distrito federal) hay un gobierno progresista, aquí elegimos como es lógico al conservador Don Manuel. Y si el gobierno muda allí a conservador bajo la presidencia aznarista de Aguirre, los gallegos no dudan ni un segundo en cambiar a Fraga por un gabinete de izquierda nacionalista.

Acaso por esa misma razón Galicia sigue siendo uno de los pocos reinos autónomos que aún no renovaron su Estatuto para actualizarlo y ganar más caché nacional. No era cosa de hacerlo cuando más de una decena ya están aprobados o en trámite: razón de más para que los gallegos hayan metido el suyo en el congelador ejerciendo su arraigada costumbre de ir por libre y en dirección contraria.

Cae de cajón que un país tan acostumbrado a marchar a contrapié como este no podía desaprovechar la oportunidad de la crisis económica para hacerse notar una vez más: con un PIB menguante pero todavía vigoroso y unas cifras de empleo que caminan en sentido inverso de la tendencia española. Alguna ventaja había de tener nuestro histórico retraso.

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