Muchos de los alumnos que empezamos hace casi cincuenta años a estudiar bachillerato en el "Instituto Arzobispo Gelmírez" vestíamos todavía pantalón corto y probablemente sabíamos menos de la vida que nuestros gatos, pero no tardamos en escuchar "por ahí" que don Pedro Martul Rey, profesor de Lengua y Literatura, había estado exiliado en México y que aquel porte como distante y algo hermético le venía dado por las irrespirables restricciones ideológicas a las que se veía obligado en aquella España rígida y persecutoria en la que si uno no abría la boca para rezar, era porque la abría, lisa y llanamente, para atreverse... a callar. Tal vez por aquel misterio que rodeaba su existencia, a mi don Pedro Martul enseguida me pareció un tipo interesante cuyo carácter inaccesible no hacía sino añadirle el encanto que tenía entonces cualquier asunto sobre el que pesasen inexorablemente la prohibición o la censura. Nadie en el instituto hacía comentarios explícitos sobre su doloroso pasado antifranquista, pero no recuerdo que nadie se preocupase tampoco por desmentirlo, tal vez porque en medio del ambiente sepulcral y homogéneo de la España de entonces todos en cierto modo necesitábamos la sensación de libertad que suponía que, camino de clase, te pasase cerca el inconfundible rebufo clandestino de una tentadora leyenda revolucionaria. Don Pedro estaba casado con la bibliotecaria del instituto, doña Angeles Tobío, una señora agradable, tolerante y muy discreta que nos prestaba los libros con la misma mágica ilusión que si nos estuviese prestando a sus autores. La señora Tobío había compartido el exilio político con don Pedro y con su hijo mayor, pero a mi me parecía que a la bibliotecaria del instituto el horror de aquel ostracismo le había producido una congoja existencial que no afectaba sin embargo a su buen carácter. A mi me gustaba pedirle libros en la biblioteca, sobre todo si llovía a cántaros, porque a su lado tenía uno la sensación de que, aunque tronase en la calle y el viento la abriese los ojos a los pobres muertos de la guerra, en sus estanterías y en su mirada siempre hacía buen tiempo. Pero me intrigaba el silencio con el que se desenvolvían, la aparente soledad corporativista que rodeaba al matrimonio en el ámbito de aquel instituto, como si don Pedro y doña Ángeles cargasen por orden de la Superioridad sobre sus hombros no solo el estigma de su ideología socialista, sino incluso la losa laica para sus sepulcros. Recordados al cabo de tantos años, me pregunto si no sería su discreción existencial el cierne de ese otro silencio tan compostelano que suele derivar en una especie de amarga resignación a ratos camuflada con la apariencia de tratarse de una actitud indiferente o cosmopolita. Ahora que lo pienso, incluso su hijo Luis, compañero mío, parecía un muchacho particularmente abstraído, acaso solitario, quien sabe si en el fondo víctima congénita del ostracismo político que había obligado a sus padres a poner a salvo su dignidad como exiliados en Francia y en México. Que yo recuerde, Luis Martul nunca hizo exhibiciones ideológicas ni en las aulas ni en los recreos, pero no creo que haya lugar a dudas respecto de que su evidente filiación barcelonista y aquellos cromos de Ramallest y de Olivella fuesen en realidad la venial tapadera de sus adolescentes pero firmes convicciones políticas. El Régimen no tenía por norma purgar a los devotos seguidores del F.C. Barcelona, pero la tenencia de un cromo de Kubala producía en uno casi el mismo incómodo hormigueo que sin duda causaría pasar por delante de comisaría llevando en el bolsillo una fotografía dedicada personalmente por "La Pasionaria". Por eso encontraba admirable a Luis Martul, aquel muchacho educado, inteligente y silencioso sobre cuya personalidad ya recaía entonces, como una bendita derrama genética, ese incipiente aura de libertad que se notaba en quienes, como sus padres, como él, en las sobremesas de casa no hablaban de San Tarsicio, sino de Bakunin.