En bastantes ocasiones, sobre todo en los últimos tiempos, se ha dicho que el proceso de globalización política, que habría comenzado bastante antes que el económico, ha acortado tanto las distancias ideológicas que éstas han permanecido en muy pocos aspectos de la vida diaria, especialmente en los que de una y otra forma se relacionan con las convicciones, morales o éticas. Y casi todos los observadores han coincidido -llevados seguramente por los hechos- en que uno de esos campos es precisamente el de la educación.

En ese sentido hay que entender la polémica, agudizada tras la declaración de la Conferencia Episcopal, sobre la condición de la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Que no espanta a una parte de la opinión pública -y de la publicada- tanto por sus contenidos, algunos discutibles, cuanto por el hecho de que se plantea como alternativa obligatoria a los antiguos estudios de Religión. Y que, por ello, priva a la Iglesia y a algunas otras organizaciones religiosas, de uno de los vehículos claves en su influencia social.

En ese marco parece difícil discutir la capacidad que tiene el Estado para ordenar los programas educativos en los centros públicos, y en aquellos que reciben dinero público. Porque ése es mucho más el fondo de la cuestión que el de los contenidos específicos de la asignatura; quienes los discuten tendrían más razón si hubiese conceptos hostiles a las creencias, y no parece que sea ése el problema: más bien existe resistencia a aceptar determinados conceptos que chocan con la moral tradicional, lo que no equivale a que resulten inmorales.

El terreno en que se plantea la discusión es propicio a los integrismos de uno y otro signo, y por tanto procede reclamar más respeto para las ideas de los demás, que ése es el fondo de la convivencia pacífica. Y respeto a la lógica de las cosas, que estatablece que es el gobierno democrático quien determina a los programas escolares, como el sistema fiscal; que pueden, uno y otro, no gustar, pero que sirven al bien común. Quienes apelan a algo tan serio como la objeción de conciencia debieran meditar más despacio las consecuencias.

Dicho eso procede añadir que despachar este asunto sólo desde una visión estatal laica como una especie de capricho eclesiástico resultaría un error tan grave como azuzar una opción que es constitucional pero que no parece pensada para estos supuestos. Y es que la Iglesia, en España, no son sólo los curas y obispos o algunas organizaciones de gran poder -mediático y económico-, sino decenas de millones de personas que votan distinto y que, muy practicantes o no, han de tenerse en cuenta. Y no se trata de ubicarse au dessus de la melée, que en esto resulta imposible, sino, sencillamente, de practicar aquello que un tribuno del XIX calificó de "funesta manía": el ejercicio de pensar.

¿Eh?