Me casé dos veces. En ambas ocasiones, contraje matrimonio con mujeres hermosas, sensibles y agradables. Me considero por ello un hombre afortunado. Supongo que a ellas les habría gustado tener la misma suerte. Uno nunca sabe lo que le va a deparar el destino. Hay tipos encantadores casados con mujeres odiosas y mujeres sublimes liadas con fulanos que merecerían haber nacido con la cabeza dentro del culo. En realidad todos podemos ser una cosa y la contraria. Un simple accidente biográfico puede cambiarte la vida. A veces te determina el futuro un estúpido error en el ajuar. En algunas mujeres los antecedentes penales son la consecuencia de haber elegido mal el calzado. Tengo fundadas razones para considerarme un mujeriego, pero un bajón hormonal podría haberme convertido en la oveja rosa de la familia. Una pasión puede empezar y consumirse sin que sepamos el motivo de lo uno ni de lo otro, tal vez porque con cierta frecuencia, las infundadas razones para el enamoramiento son las mismas que para salir huyendo. Te subes a un tren pensando en llegar lejos, el tren descarrila y de manera inesperada descubres que el del accidente era precisamente el único lugar al que valía la pena llegar. Todo es relativo. Las parejas se dan prisa para ser los primeros en la cola del cine porque quieren sentarse en la última fila del patio de butacas y empacharse de labios con goma arábiga. Con el tiempo descubren que tanta prisa no era necesaria, porque cuando un hombre y una mujer sienten lo mismo el uno por el otro, no importa que les toque ver la película pegados a la pantalla, puesto que, cuando hay pasión, donde uno se sienta con su chica, esa, y no otra, será siempre la última fila del cine. Lo que sucede luego es que la rutina va minando las pasiones y al final la pareja acaban sentados en el sofá de casa con las manos muertas sobre el regazo y conteniendo el tedio, tal vez pensando que los arrebatos se llaman así porque ocurren de manera inesperada, de modo que el ímpetu del sexo se desvanece paulatinamente a medida que se esfuma en nuestro olfato el aroma mentolado del cine y en nuestros planes para el futuro lo que cuenta es llegar lo más tarde posible a la primera fila de la funeraria. A partir de los veinticinco años de matrimonio, muchas parejas se besan por prescripción facultativa para ajustarse sus dentaduras postizas. Algunas personas quedan tan extenuadas por el prolongado emparejamiento, que ni siquiera tienen ánimos para los trámites del divorcio y se pliegan a soportar la rutina hasta que el pubis les críe pulgón. Otros no disponen del dinero necesario para sufragar el oneroso pálpito de la separación y deciden divorciarse sustituyendo el abogado por el cuchillo de cocina, que es más expeditivo, no está en latín y no necesita pólizas ni timbres. Obviamente, se trata de un crimen, aunque en una corriente de la sicología moderna al vil ímpetu de matar se le llame pulsión, que es una cosa que siempre le da algo de prestigio a la vulgaridad del homicidio. En su espeluznante pulsión, Hitler gaseó a seis millones de judíos, maricones y gitanos. Una exploración clínica de la enfermiza mente del Führer nos habría ahorrado el horror del Holocausto. Eran otros tiempos. Ahora hay métodos para detectar en la infancia la propensión criminal del ser humano. Todo tiene una explicación científica: los celos, el odio, las frustraciones... no hay un solo bajón emocional al que no se le puede detectar en el laboratorio algún desarreglo bioquímico, con lo que va a resultar que al cabrón de Hitler lo que le fallaba no era el cerebro, sino el litio. Hemos adelantado mucho en la profilaxis emocional, pero, a cambio, hemos perdido la apasionante incertidumbre de las conductas criminales, que antes se atribuían generosamente a un aciago golpe de mala suerte, a la casualidad o al clima. Un tipo cometía un crimen, le entraban remordimientos y corría a confesarse en la parroquia. Dios nos miraba el alma, muchacho. Ya no es así. Ahora los errores y las flaquezas ya no salen en el alma, amigo mío, sino en el frasco de la orina. Nos hemos ahorrado la redundante penitencia que nos ponía el cura, es cierto, pero se nos envía de cabeza al sicólogo clínico, que es un señor que por explicarte en inglés los motivos freudianos por los qué robaste en castellano el banco, te cobra unos honorarios tan elevados, que para pagarlos no te queda más remedio que salir de su consulta a tiempo de atracar la sucursal más próxima.