He de confesar mi incondicional debilidad por la gente que sabe contar historias sin que decaiga un solo instante la emoción del relato, ni el interés de los personajes recreados, aunque se trate de asuntos en apariencia arduos, banales o absurdos. Hay personas que tienen el difícil don de la precisión elocuente e incluso resulta- rían amenos describiendo la nimiedad de un bostezo, un prado con una casa verde o un simple folio en blanco. Suele tratarse de personas con un fino sentido de la emoción y de las sensaciones, capaces de dosificar los datos y la intriga, manejando la conversación de manera que una frase lleva de manera natural a la siguiente, y el aliento de esta, a los expectantes labios de otra, hasta que percibes la magnífica hilatura de una historia en la que no te importaría acabar bebiéndote la árida saliva del narrador. Por desgracia, esa clase de persona es poco abundante y lo normal es dar con tipos espesos, lentos y dispersos que cuentan las cosas con profusión de farragosos incisos que no hacen más que alejarte del meollo de la historia. Cuando era redactor de "El Correo Gallego", al final de la jornada me quedaba un buen rato escuchando al jefe de talleres, que había estado en la Guerra Civil y la contaba con tanta expresividad, que más de una noche temí volver mal fusilado a casa. El señor Parada se sentaba a mi lado de madrugada en la redacción con su engrasada ropa azul de faena, guardaba dos minutos de elucubrador e histórico silencio, y al instante, nos encontrábamos en las márgenes del Ebro, asfixiados entre el heroísmo y el miedo, él, sonoro y retrospectivo, yo, percibiendo los detalles de la escena como si fuesen comida: el olor de los soldados, las voces del mando, el ronroneo de las oraciones, el "scat" de los morteros, "aquella oscuridad en la que incluso era negro el fuego", los caballos abrevando en el vientre ensangrentado de los muertos, meadas espesas como loza... hasta que en el formidable viaje me cambiaba de frente de combate... "...y entonces, amigo mío, se disiparon el polvo y la niebla, el trote reacio del caballo me abrió los ojos, ¡Oh, Dios, Alvitiño!, y allí estábamos, de hoz y coz en el agua caldosa de Castellón, suave agua arrodillada, muchacho, al final de un interminable y alucinante sepelio de años, bajo el cielo tordo del atardecer, ¡joder!, mi caballo y yo, el redoble de la artillería en retaguardia, humo y naranjas, los cormoranes sobrevolando en llamas la playa, como rejones, hijo, como rejones, ...sí, señor, allí estábamos, vencidos por el atroz cansancio de la victoria, sudando laurel y mármol, con cuarzo en los huevos ...¡Tomando el mar!"... Años más tarde conocí en "El Corzo" a un viejo sastre y también él me contó la guerra. Fue una manera diferente de narrar. Más lenta y también más reiterativa, con un derroche de incisos que me llevó a pensar que por culpa de sus historiadores más pedestres, y aunque a otro nivel menos cruento y ruidoso, la Guerra Civil seguía causando estragos. Contada por el sastre, la Guerra Civil, además de un odioso acontecimiento criminal, habría sido un insoportable fiasco literario. Cuando el viejo combatiente llevaba dos horas hablando, me ausenté al baño. Al regresar, la maldita guerra seguía donde la había dejado, estancada en el insufrible lodazal del lento relato. Entonces me armé de valor, le interrumpí la batalla de Belchite y le dije: "No dudo que haya tenido usted una interesante hoja de servicios, amigo, pero su historia saldría ganando si se decidiese a contármela por el telégrafo. Como me cuenta la guerra, tengo la impresión de que recorrió usted los frentes a lomos de un arado". El viejo sastre no dijo nada y siguió hablando. Media hora más tarde pedí que me sirviesen una copa en la misma barra pero a dos metros de Belchite. Fue un alivio, aunque he de reconocer que de vez en cuando rondaba mis oídos la suave voz del sastre deletreando lentamente la artillería y el rancho, mientras Susiño Oitavén, el jefe de "El Corzo", miraba disimuladamente el reloj como si esperase ansiosamente la firma del armisticio para darle sepultura a nuestros cadáveres. A las seis de la mañana el anciano soldado dispuso un alto el fuego. Entonces Susiño Oitavén aprovechó para sacar la basura a la calle. Y yo, ¡Oh, Dios!, yo eché de menos al viejo Pepe Parada, aquel regente de talleres que contaba la guerra como si la hubiese mecanografiado al tacto el trote de aquel caballo cuyo sudor tiñó en Castellón de bronce las incandescentes ruinas de la bajamar...