Embarcado en una meritoria cruzada contra el vicio, el Gobierno no deja apenas lacra alguna fuera del alcance de sus ordenanzas. Está ya en vigor una ley contra el tabaco y en camino otras dos que en su día regularán el vino, el cine y acaso el consumo de palomitas. Puesta a dar la nota legislativa, la voluntariosa ministra de Cultura prevé incluso una Ley de la Música que pondrá por fin orden en el anárquico mundo de las corcheas.

Salvo (por ahora) la fornicación, no hay recreo alguno al que el Gobierno haya dejado de aplicar su necesario correctivo en forma de ley. Actos por su propia naturaleza tan privados como fumarse un pitillo, pedir un vino en la barra de un bar, disfrutar de una pieza de música o ver una película están -o estarán- sometidos a la vigilancia cautelar del Estado, que actúa como un padre severo de los que ya no quedan.

La manía de establecer reglamentaciones para todo no es, en realidad, una tradición exclusivamente española. Pertenece más bien al ámbito de la cultura latina en general, tan dominada por el culto a la burocracia, los títulos y los blasones.

Aquí tenemos carnés de casi cualquier cosa -empezando por el de identidad- y hasta academias de la Lengua que velan por la limpieza de los vocablos y el buen o mal uso que les damos los hablantes. Parece natural que, de acuerdo con tan establecidas aficiones, los gobernantes sin distinción de ideologías se apliquen también a regularlo todo mediante la bien surtida batería de leyes y decretos que el Estado pone a su disposición.

Cierto es que, a modo de compensación, la ciudadanía no suele hacer gran caso a tamaña floresta de reglamentos, con lo que al cabo de algunos meses o años todo sigue como estaba. Existe una especie de pacto tácito por el que el Gobierno dicta lo que quiera a cambio de que la gente haga lo que le parezca.

Estas costumbres chocan sin duda con las de los países anglosajones en los que la exigencia de un documento nacional de identidad suena a intrusión en la vida privada y donde tampoco son habituales las academias ni -en algunos casos- la necesidad de una Constitución escrita por la que regirse.

Cierto es que así en Gran Bretaña como en los Estados Unidos abundan casi tanto como aquí las excentricidades legislativas; pero acaso la diferencia resida en que se trata de reglamentos de mero alcance local sin más valor práctico que el de su pintoresquismo.

Sorprende advertir, por ejemplo, que en la localidad neoyorquina de Carmel el ayuntamiento obliga a los caballeros a vestir chaquetas y pantalones conjuntados bajo amenaza de multa. O que en Barber (Carolina), un decreto prohíbe las tradicionales peleas entre perros y gatos, por más que uno ignore si la sanción en caso de incumplimiento corresponderá a los animales, a sus propietarios o a ambos a la vez.

También en Denver (Colorado) las autoridades han declarado ilegal el préstamo de la aspiradora a un vecino; mientras que en Tulsa (Oklahoma) contraviene la ley todo aquel que abra una botella de gaseosa sin la adecuada supervisión de un ingeniero con título. Incluso existe una ley en Arkansas por la que se prohíbe a un río que suba de nivel más allá del puente que cruza la calle principal de Little Rock, la capital del Estado.

Todo esto suena a broma, naturalmente; y como tal se la tomarán a buen seguro los ciudadanos norteamericanos afectados por tan singulares ocurrencias.

Lo curioso es que aquí tendemos a aceptar como una circunstancia natural y en modo alguno extravagante que el Gobierno dicte leyes sobre el vino, el tabaco, la música, el cine y si fuere el caso, la correcta rotación de los planetas. Más que simples gestores de los intereses públicos, los gobernantes españoles parecen sentirse representantes del Altísimo dotados de capacidades para cambiar la realidad por decreto. Ya puestos, a ver si la Xunta saca una Ley de la Lluvia.

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