Si no ando equivocado, hoy se celebra el día mundial de defensa de los bosques y las selvas, una más de esas iniciativas que sirven para llamar la atención a plazo fijo acerca de ciertos problemas. Unos problemas dignos, por cierto, de ser considerados durante más tiempo que una vez al año.

Los argumentos que se suelen utilizar son, en esta ocasión -y hablando desde la perspectiva de la filosofía-, o bien utilitaristas o kantianos. Los utilitaristas, que son mayoría ingente, piensan que la masa forestal se debe proteger por nuestro propio interés como seres humanos. Tienen razón incluso más allá de lo que creen tenerla. Las selvas tropicales y los bosques templados no sólo suministran la inmensa mayoría de los productos farmacéuticos en los que basamos el incremento de la esperanza y la calidad de vida actuales sino que constituyen un eslabón esencial para el mantenimiento de la vida misma tal y como la conocemos. Las cifras que indican la desaparición diaria - y no digamos ya anual- de superficie verde son las mismas que apuntan a la destrucción de ese mundo relativamente confortable y seguro al que llegó nuestra especie gracias al hallazgo de la cultura.

Pero si esa verdad resulta tan evidente, ¿cómo es posible que sean tan pocos los gobiernos y Estados dispuestos a proteger de veras, y no sólo como reclamo publicitario o postura teórica, la masa vegetal? Entre los muchos países que he visitado a lo largo de mi vida sólo Panamá cuida de sus selvas con exquisita dedicación, tal vez porque sólo los panameños entienden la relación inmediata y estrecha que existe entre árboles, lluvia, agua y riqueza, traducida en su caso en las necesidades del canal. Cierto es que no todos los países desarrollados tratan con igual indiferencia la pérdida de sus bosques -de los pueblos en proceso de desarrollo, en los que suelen encontrarse las selvas, ya ni hablemos- pero la desproporción que existe entre la magnitud del problema y las mínimas medidas tomadas para resolverlo, asusta.

Quienes mantienen una óptica kantiana de la amenaza que pende sobre bosques y selvas no prestan atención a nuestro bienestar sino, más bien, al derecho intrínseco de los seres vivos a conservarse así, como especies presentes en el planeta. En ocasiones el argumento puede resultar un tanto chocante, como cuando se vincula el riesgo de la pérdida de las selvas de Borneo al destino de los orangutanes, siendo así que son muchísimas otras formas de vida las que resultan también en peligro. Pero, por el momento, esa idea de los derechos "humanos" más allá de nuestra especie no parece haber calado en la ciudadanía.

Tampoco haría falta para emprender acciones más enérgicas de conservación de las masas forestales. Nuestro interés clarísimo en la necesidad de que persistan las selvas y los bosques ni siquiera precisa de la consideración del bienestar de los demás seres vivos. Es una razón del todo egoísta la que justifica por sí sola que se detenga el proceso de destrucción en que llevamos metidos desde hace más de un siglo. Por decirlo usando el envés de la moneda, o somos egoístas defendiendo nuestro propio futuro, o somos imbéciles. Queda al criterio de cada uno el considerar, entre las dos opciones de la alternativa, cuál es la preferible y mejor.