Pues la verdad es que, dicho con todo respeto, va a tener que explicarse mejor el señor presidente del PPdeG si quiere de verdad que se entienda la actitud de su grupo en lo que a la Ley de protección del litoral respecta; que, aún siendo legítima su negativa a apoyarla -e incluso coherente desde la oposición-, choca con quienes, en su partido, están por otra postura. Por ejemplo los alcaldes que, en la Fegamp, apoyaron unas enmiendas que, curiosamente, recibieron respaldo de los que sostienen a la Xunta a la que se enfrenta don Alberto Núñez.

El líder de la oposición ha dicho que la razón de la diferencia está en que él, y el PPdeG, lo que quieren es otra ley y, por tanto, no aceptan la propuesta por los demás ni siquiera con los retoques de la federación municipal. Algo que tampoco merece la excomunión, pero sí un mejor argumento: carece de lógica que un partido sostenga para los concellos algo distinto a lo que los alcaldes quieren, sobre todo si esos munícipes tienen el mismo carnet. No debiera extrañarles, a los dirigentes, que la gente desconfíe de la política, que no hay quien entienda a los que la hacen.

Dicho eso cumple añadir que el proyecto, tramitado por la vía de urgencia -a pesar de que esta Xunta lleva más de un año y medio en ejercicio y sólo faltan dos meses y medio para las elecciones locales- tiene un horizonte tan corto que no se entiende la prisa ni tampoco la explicación. Si se trata de defender el litoral de los depredadores urbanísticos, no parece sensato pensar que se van a liquidar en dos años; y si se piensa que en ese plazo habrá otra Ley más amplia y mejor, habrá que cambiar de ritmo, porque esos dos años puede que no sean bastante.

A partir de ahí será necesario entrar en el auténtico nudo de la cuestión, y que es la auténtica protección de la costa gallega no ya sólo contra la especulación, que es lo principal sino también contra el mal gusto. El feísmo. Y para logralo lo primero que habrá que hacer es abandonar la equivocada táctica mostrada ayer por algunos en la Cámara identificando ambos problemas con los colores políticos de los adversarios: basta darse una vuelta por cualquier punto del país para caer en la cuenta de que en todas partes -y en muchos cazos, dicho sea de paso- cuecen habas.

Esa evidencia, que nadie serio discute, debería motivar un ejercicio de reflexión colectiva y promover, en el Parlamento y en los municipios, un gran Pacto por el urbanismo. Es cierto que el ambiente está enrarecido, que en las semanas próximas aún se pondrá peor y que en los meses venideros la temperatura política -con las generales en ciernes- alcanzará punto de ebullición, pero aún así hay que pactar. Porque los ciudadanos tienen derecho a exigir de quienes les representan que sepan separar el grano de la paja y poner por encima de todo los intereses comunes.

Cierto que eso no funcionó con el Estatuto, pero sería disparatado que se extendiese a todo lo demás: si ocurriera, y pensándolo bien, la legislatura estaría agotada cuando no llegó ni a la mitad.

¿O no...?