Querida Chary: Lamento no haber coincidido contigo en "El Corzo" la noche que te pasaste llevando una carpeta con recortes de mis columnas para que les echase una firma. El jefe del local me dijo que acababas de irte cuando llegué yo. Por si me servía de consuelo, me entregó una carta que me habías enviado a principios de febrero con las señas de su negocio. No pude recogerla antes porque llevaba una larga temporada sin pisar "El Corzo". Era viernes, amiga mía, y había tanta gente en la barra que tuve que adaptarme a un lugar extraño para mí. Susiño Oitavén, el jefe, me dijo que habías venido desde A Coruña y que te habías llevado una decepción al no encontrarme. Abrí la carta, le eché un vistazo y me pareció que estaba escrita con la espontánea sinceridad de una emergencia, con esa mezcla de ímpetu y franqueza que hace reverdecer en las manos el agradable desenfado de la adolescencia, también con esa mezcla de escepticismo y entusiasmo que suele revelar el corazón de una mujer en la que incluso quedarse quieta parecería un impulso. "Una chica madura", me dijo el jefe. Volví a leer la carta. Se acercó a saludar mi querido Jesús Marquina, cordial y emotivo, como siempre. Sonaba una música odiosa para que bailase a granel toda aquella gente que sudaba en la pista dando brincos y haciendo blasfemar las palmas de las manos al llevar el ritmo de una de esas canciones que tendrían que haber sido escritas con disolvente en la piel de un asno. "¿Y qué sabes de esa chica madura, amigo?". "Poca cosa. Sé que vino ex profeso desde A Coruña, que traía una carpeta con recortes tuyos, que tomó algo y que me dio la impresión de que se marchó un poco decepcionada... eso es cuanto sé de ella". Al fondo de la barra estaba Marta, más hermosa que nunca, con una hogaza de luz en el rostro y esa sonrisa suya en la que siempre fue tarde para mí. Me saludó cuando se iba. Nos dimos un abrazo sin carne, uno de esos abrazos con el calor que tienen las evocaciones, ese tibio calor lleno de respeto y alta costura que suele quedar cuando una amistad se resiente por el paso del tiempo y de la relativa pasión queda apenas el tic del afecto. Contesté su abrazo con tu carta plegada en mi mano, Chary, distraído en imaginar como habría sido mi encuentro contigo aquella noche en "El Corzo" si te hubieses quedado un rato y yo hubiese llegado a tiempo de conocerte, de hablar contigo, de firmar en tu carpeta y esperar a que clarease la barra para aguardar juntos el amanecer en mi rincón de siempre, ese sitio, amiga mía, en el que la vida se me da como si fuese mía y Sinatra en persona pone sus canciones mientras en el espejo se desvanecen los apellidos del humo y el alias sepia de la luz. Como no estabas, releí varias veces la carta. "Por lo menos ahora sabes que existo", dices al final, debajo de la firma y al lado de un número de teléfono que no tardó ni dos segundos en hacerse un hueco en mi memoria. Volvió el jefe a mi lado y me sugirió que marcase tu teléfono. Dudé si hacerlo. Me contuve. Tampoco hice preguntas sobre tu aspecto físico. Me conformé con tu letra y con sentir la extraña y amarga sensación de haber fallado a una de esas citas que sólo se fijan cuando ocurren. "¿Recuerdas si le sentaba bien el humo, Susiño?". "Creo que ella venía buscando un sitio en el humo concreto de tus cigarrillos, ¿sabes?, un rato de conversación y, como dirías tú, volver a casa con la sensación de que al dedicarle cualquier frase, tu letra se pareciese al transeúnte sueño apaisado de sus ojos". Dieron las cinco de la mañana, y a los dos minutos, las seis. Nos fuimos quedando solos en "El Corzo". El barman Tino Landeira se mudó y me dijo adiós con un cordial ademán sin huesos. Después acabé mi copa, acaricié el rostro del jefe y salí a la calle. Y me volví a casa conduciendo por un limbo de calles secundarias, a merced de la instintiva memoria del coche, una errata de tristeza en cada ojo, como si condujese en sueños por el texto de aquella carta de cuya letra, amiga mía, no me habría importado conocer esa noche el aliento, la mano y el portal.