En la guerra -porque de eso se trata, dejemos a un lado los eufemismos de los diplomáticos- que enfrenta ahora mismo, mientras escribo esta columna, a Israel con las fuerzas de Hizbolá, en territorio del Líbano; en esa guerra que parece emerger desde los tiempos bíblicos, que da la impresión de ser única, feroz y cruel; en esa prolongada guerra, digo que la acción más valiente y hermosa, la más heroica y ejemplarizante la llevó a cabo un matrimonio palestino, la familia Khatib, cuyo hijo de doce años, el pequeño Ahmed, resultó muerto por un disparo israelí, disculpando más tarde en una fría nota militar como un error.

Sin pensarlo dos veces, la familia Khatib dispuso la donación de los órganos de Ahmed. En un hospital de Haifa se trasplantaron su corazón, los pulmones, el hígado y los riñones del niño palestino a pacientes árabes y judíos. Cinco de ellos todavía van por el mundo llevando consigo los órganos vitales del pequeño Ahmed, regándolos indistintamente con una sangre u otra.

La decisión de los Khatib, de una generosidad y un coraje sin límites, hizo posible una simbólica metonimia de vida. La parte por el todo. Los órganos del niño palestino injertados en los cuerpos de niños judíos: una nueva raza y una nueva etnia. Cogidos por vasos y tendones, sostenidos por las ligaduras de la ciencia y, sobre todo, amparados por un gesto de amor que vence la más terrible de las atribulaciones, los órganos de Ahmed depositados en sus portadores quisieron fundar un nuevo orden. Pero no fue posible.

Políticos y hombres de armas, sacerdotes de un credo y del otro, los voceros del odio y de la intolerancia no supieron callar su intransigencia, deponer sus ancestrales rencores.

Cuando escribo que los padres de Ahmed fueron valientes, pienso que no pocos palestinos creyeron que su gesto fue una traición; cuando digo ejemplarizante, pienso que más de una familia judía hubiera rechazado contaminarse con los restos de Ahmed; y cuando escribo generosos pienso en que supieron que la entrega de los despojos del pequeño habrían de alentar la vida en los cuerpos de sus "históricos enemigos".

Hoy, por el contrario, se sigue sembrando muerte y desolación. Víctimas inocentes de un lado y del otro. Las cifras apenas son un dato más en el recuento del día. Poco importa quién dice llevar la razón, porque no hay razón poderosa que me haga olvidar que la más noble de las acciones de esta guerra, la que evidencia su propia sinrazón, fue la protagonizada por la familia Khatib.