Le suponía desaparecido hace mucho tiempo, seguramente porque todos los de su generación habían ido cayendo uno a uno, de manera inexorable, abatidos sin remedio por el implacable ajetreo de la demografía. Estaba equivocado. Pepe Núñez estaba vivo, aunque por desgracia lo he descubierto al leer en los periódicos la noticia de su trágica desaparición por haber caído con su coche al mar de Tragove, en Cambados. No deja de ser una terrible ironía que las buenas noticias de la vida te las traiga personalmente la muerte. El entrañable Pepe Núñez murió como yo le recordaba desde los días de mi infancia, sentado al volante, aunque su coche de ahora no fuese aquel autocar mixto de carga y pasaje, aquel entrañable artefacto verde y amarillo que olía a gente, a correo y a pescado. No se trataba de un selecto autocar panorámico, ni de un confortable ómnibus en el que aligerar el viaje con una confiada cabezadita de la que despertar cada doce curvas para echarle un vistazo al invariable orden de las cosas y caer de nuevo rendido en lo más profundo del sueño. Era "El coche de Pepe" , un vehículo que recorría a granel el trayecto entre Cambados y Compostela, una mezcla de camión, fonda y pescadería al que a finales de junio me subía a las cinco de la tarde en la Carreira do Conde y disfrutaba de una densa tarde de viaje y conversación que solía prolongarse por espacio de cuatro o cinco horas. El viaje terminaba para mí al filo de las diez de la de la noche en La Calzada cambadesa. ¿Demasiado tarde? Nunca me lo pareció. Hace cuarenta años la prisa era un concepto muy relativo para casi todo el mundo, y en mi caso, sin duda habría sido un snobismo. ¿Prisa?¿Para qué? Empezaba el verano y sólo tenía que disfrutar sin otra inquietud que la involuntaria preocupación de crecer un par de centímetros entre el desayuno y la cena. "El coche de Pepe" era parte de aquel mundo lento, humilde y decente en el que ni siquiera la muerte sabía muy bien cual era su papel. Y si lo sabía, desde luego lo olvidaba con frecuencia, de modo que los hombres más viejos tenían la vitalidad necesaria para irse pedaleando al cementerio. A veces a tía Pepita le entraba una presión en el pecho y me mandaba a buscar a Chicho Padín, que era uno de aquellos coloquiales médicos de entonces que te curaban las infecciones a base de literatura y antibióticos, como si te pusiesen la penicilina pinchándote con la pluma estilográfica. Tía Pepita se reponía nada más llegar el médico e incorporarse un rato en el lecho del dolor para no atragantarse durante la tertulia. Que hubiese sobrevivido treinta años a aquella sensación de asfixia me hace pensar que, echada boca arriba en cama, a tía Pepita lo que le oprimía el pecho no era una angina, sino sus propias tetas, que parecían dos chavalas sentadas en una vespa. Además, ¿qué prisa podría tener tía Pepita para morirse? ¿Cómo se entendería que sucumbiese a la muerte la encargada de la vida? ¿No era acaso tía Pepita aquella comadrona sobria y flemática que resolvía los partos rurales con una palangana, dos gritos y una linterna? Intimidada por tía Pepita, yo creo que incluso la muerte se habría prestado a quedar preñada del apuesto vocalista de la orquesta Crazy Kray. Mi familia paterna fue siempre gente sin prisa y con aplomo, no sé si cómodos o estoicos, pero fiel a aquella parsimonia genealógica, desde luego a tía Pepita en un incendio el fuego sólo podría destemplarla. En esto se comportaba con el mismo estilo recreativo y letárgico que le daba a los viajes "El coche de Pepe", al que en las renuentes curvas subiendo en junio el monte Cordeiro se le evaporaban juntos el agua del motor y la sangre del pasaje. Se detenía luego en Vilanova de Arousa, Pepe Núñez apagaba el motor y se esfumaba a repartir la paquetería y los encargos mientras en la soñolienta respiración de las pescantinas se sostenían en vilo las moscas igual que filatélicas burbujas de mica regurgitando en el monótono sifón de una cisterna. A diez kilómetros de Cambados, faltaba todavía hora y media para el final del viaje. Pero, ¿quién tenía prisa? Eramos jóvenes y el paisaje estaba a estrenar. Las horas tardaban días en pasar y el tiempo era en realidad un almanaque con el péndulo de goma arábiga. En la relojería de los hermanos Villar sólo los relojes averiados daban la misma hora. A la señora de la Telefónica se le mezclaban en la calceta las llamadas de Montevideo y la lana del jersey. En la peluquería del Campillo la belleza ocurría con una calma señorial a inmutable, como si el elegante Pepito Rey estuviese retocándole la cabeza a los chiquillos con las tijeras de podar las tullerías del Palais de Versaille. En casa de las Cunqueiras llevaba años encamada una señora muy anciana y muy consumida que aparentaba por lo menos la edad de la muerte, pero todos los veranos iba a visitarla y siempre estaba igual. María y Victoria la aseaban cada mañana y entonces quedaba matutina, radiante y a la vez mortal, como si le hubiesen lavado la cara con la calavera del agua. Era una joven de casi cien años, ¿qué prisa podría correrle dejar atrás el prometedor futuro de su encasquillada agonía? Todos éramos jóvenes entonces, muchacho. Paul Anka cantaba "Diana" y en Cambados las dornas se hacían a la mar hinchando las velas con el aire hormonal con el que Dios le hinchaba las blusas a Gloria Laso... hasta que acabó el verano del 63 y un día de noviembre aquel tipo flaco y taciturno le disparó en Dallas a John Fitzgerald Kennedy... y acaso sin proponérselo, aquellas balas pincharon para siempre en mi memoria las ruedas de aquel "coche de Pepe" en el que incluso a la muerte le parecía pronto para morirse... (A Cambados, con devoción).