Dispone Galicia de himno, de escudo y de bandera, pero le faltaba una selección propia de fútbol, que acaso sea tanto o más importante que lo anterior desde el punto simbólico. No extrañará, por tanto, que una de las primeras disposiciones del nuevo gobierno haya sido la de subsanar esa carencia, objetivo que mantiene a la conselleira de Cultura y asuntos balompédicos ocupada en reuniones con la gente del fútbol. Si todo va bien, el combinado galaico debutará allá por las próximas navidades, con Portugal como probable contrincante.

Algunos celtistas del sector acérrimo sugieren que la selección gallega ya existió en la práctica, aunque no se llamase así. Tal papel lo habría desempeñado el Celta de mediados del pasado siglo, que alineaba a un buen número de jugadores nacidos en Galicia y, a fin de cuentas, luce en su uniforme celeste y blanco los colores de la bandera del país.

No es seguro que los deportivistas compartan esta opinión, como es natural. Retrucarán, más bien, que los pocos jugadores de ámbito internacional alumbrados por el fútbol galaico se forjaron tiempo atrás en el Deportivo. Habría que remontarse a la época de Amancio, fino extremo de la línea clásica, y de Luis Suárez, que aún gasta fama de haber sido el mejor centrocampista español de la historia. Posteriormente ha habido algunos jugadores gallegos de mérito, pero acaso ninguno comparable a aquellos dos raros astros del balón que ha dado Galicia, país nada pródigo en ronaldos y ronaldiños. Futbolísticamente hablando, esto no es Brasil, aunque hablemos parecido; y esa infeliz circunstancia alimenta ciertas dudas sobre la viabilidad -deportiva - de la futura selección gallega.

Ahora bien, el deporte y la competición adjunta no son en el caso de las selecciones los únicos factores a considerar.

El fútbol es, como se sabe, la continuación de la guerra por medios algo menos cruentos. Así se explica el carácter extremadamente militar del lenguaje balompédico, en el que abundan las estrategias, las tácticas, el ataque y la defensa; o la sobreabundancia de banderas, himnos y gritos bélicos en los estadios. Parece lógico, pues, que los nacionalismos hayan hecho bandera de las selecciones.

Se trata, sin embargo, de una acción simbólica y probablemente tardía. En realidad, el fútbol de selecciones ha perdido fuerza frente al de clubes, del mismo modo que la economía privada le va ganando terreno diariamente a la pública, incluso en países tan insospechados como la China de Mao. Nada menos nacionalista que el fútbol, en realidad. El negocio se ha hecho cosmopolita y trasciende fronteras, de tal modo que los multinacionales equipos europeos se pasean ya con toda naturalidad por los campos de Asia, en giras veraniegas pensadas para atender a los nuevos mercados emergentes.

Lejos de cerrarse en ligas nacionales -como la que exigiría una selección oficial de fútbol-, la tendencia más inmediata apunta a la creación de competiciones de alcance continental. Una Liga Europea con la participación de los equipos más destacados de cada país -y ni siquiera de todos los países - empieza a ser ya algo más que un proyecto.

Dada esa creciente mundialización del fútbol bajo las estrictas reglas de la economía de mercado, el futuro de las selecciones nacionales es más bien incierto, como fácilmente se aprecia.

Aun así, no han de ser pocos los que reciban con agrado la idea de la selección galaica, por más que su nivel competitivo pudiera resultar discreto. Precisamente por eso, la elección de Portugal como primer adversario no parece la mejor de todas las posibles. Si nuestros vecinos del otro lado del río nos infligiesen una severa goleada -hipótesis no del todo improbable-, bien podría ocurrir que se resintiesen las cordiales relaciones que mantenemos con ellos. Y sólo faltaba que lo que por fin unieron los puentes del Miño venga a separarlo ahora el fútbol.

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