En el año 1973, Ariel Sharon le explicaba a Churchill que la ocupación de Gaza y Cisjordania tendría como resultado colocar a los palestinos entre un sándwich, y agobiarlos, lo que provocaría su salida. Desde 1967, cientos de judíos fueron trasladados a los territorios conquistados en la Guerra de los Seis Días, porque los dueños de su destino, los gobernantes, consideraron que ésa era la mejor táctica para Israel. Y allí cultivaron las tierras, levantaron sus casas y ocuparon las que existían, vieron nacer y crecer a sus hijos... Han pasado treinta y cinco años. Algunos de esos hijos han crecido y han formado nuevas familias, y en ésas, los dueños de su destino les ordenan que dejen sus casas, que abandonen el paisaje en el que vieron crecer a sus hijos y a sus nietos. Y que se marchen.

Stalin lo hizo a lo grande: millones de rusos fueron trasladados de un lugar a otro del inmenso territorio. Decenas, puede que decenas de miles de ellos no sintieron la larga tristeza del desarraigo, porque murieron en las penosas condiciones del traslado.

Cuando el dueño de una fábrica se equivoca en la manufactura de una partida de tornillos, los tornillos se desechan. Cuando el dueño de nuestro destino -aunque sean dueños elegidos democráticamente por nosotros- yerran en sus decisiones, nos complican la vida, en el mejor de los casos, o nos la desgarran, en el peor.

Si la guerra es demasiado importante para dejarla en manos de los militares, la administración de la paz es tan significativa y trascendental que no se puede dejar sólo en manos de los políticos. Sus decisiones nos afectan tanto que es necesario, aunque no queramos meternos en política, vigilar a los políticos. Puesto que está demostrado que por cálculos erróneos o por intereses espurios, o por egoísmos partidistas, pueden tomar decisiones que trastoquen nuestros afanes, nuestras ilusiones y aspiraciones, hasta el punto de que nos frustren nuestros proyectos de vida.