Galicia ha sido protagonista indeseada de la tragedia que ha acabado con la vida de 17 militares españoles en Afganistán. Doce de ellos pertenecían a la Brigada Ligera Aerotransportada (Brilat) con base en Figueirido, al lado de Pontevedra, y diez eran gallegos de nacimiento. Es un mazazo tremendo para unas familias que pocos días antes los habían visto marchar sonrientes desde el aeropuerto de Santiago y que ahora han tenido que acudir a Madrid para la durísima prueba de avalar la identificación de los diecisiete cadáveres.

Aunque el Ministerio de Defensa se inclina por la hipótesis del accidente del helicóptero, pues parece descartado un ataque de algún grupo armado, lo cierto es que lo ocurrido ha sido una dolorosa demostración de que la vida militar entraña un riesgo permanente y, en ocasiones, el sacrificio llega hasta la cota suprema de la muerte.

Más allá de los solemnes homenajes, era inevitable que en diversos sectores de la sociedad, incluidos algunos vinculados con el Ejército, la tragedia haya servido para volver a abrir el debate sobre la presencia de los militares españoles en zonas internacionales de alto riesgo. En los últimos diez años, 113 soldados de nuestro país han muerto en misiones fuera de nuestras fronteras. El caso más conocido y polémico fue el de los 62 militares que fallecieron el 26 de mayo de 2003 cuando un avión Yakovlev-42, que regresaba de Afganistán, se estrelló en Turquía. Pero el goteo de víctimas también se ha producido en Irak, Bosnia o Kosovo.

La integración de las Fuerzas Armadas españolas en los organismos militares internacionales ha hecho inevitable nuestra presencia en lugares donde la vida pende de un hilo constantemente, por mucho que se empeñen en dar una imagen del Ejército casi cercana a una ONG.

Los responsables militares suelen valorar de forma muy positiva estas actividades internacionales tanto por la exigencia de preparación que suponen para todos los implicados como por la demostrada eficacia de los objetivos que se han planteado a las tropas a sus órdenes.

Es más que comprensible el profundo dolor de quienes han perdido a seres queridos en lo mejor de la vida, y también que muchos se pregunten, en alto o en silencio, qué sentido tiene arriesgarla en lejanos lugares donde buena parte de la población les ve como enemigos.

Pero al mismo tiempo, la reacción de los profesionales ha sido, como siempre, la de asumir con entereza lo ocurrido y mantener un sentido de entrega que, sin duda, se echa de menos en otros ámbitos de la sociedad.

Los gallegos hemos sido testigos no hace mucho de la capacidad de trabajo y solidaridad de los soldados que colaboraron intensamente en la recuperación de las costas tras el desastre provocado por el petrolero "Prestige". Sin su ayuda no hubiera sido posible hacer tanto en tan poco tiempo.

Y ahora le ha correspondido a Galicia un alto tributo en vidas que trabajaban por lo que parece una utopía, la instauración de un régimen democrático donde tras los talibanes reinan los señores de la guerra y las mafias de la droga.

Está claro el compromiso de la democracia española con las acciones militares internacionales avaladas por la ONU, pero un Gobierno que ha sido tan tajante al tomar la decisión de salir de Irak está obligado a despejar todas las dudas sobre la presencia en Afganistán. Y hay muchas incógnitas respecto a la diferencia real entre las tareas encomendadas en territorio iraquí, que tanta oposición popular generaron, y las que se afrontan en una zona tan complicada como Afganistán.