Un ser humano inquisitivo se plantea al cabo del día un centenar de cuestiones. En buena parte de ellas, sólo nos sacaba de dudas el recurso humillante a nuestros semejantes -"¿me puedes decir...?"-. Gracias a Internet, menos de diez precisan ahora del concurso ajeno para su resolución. No sólo deletreamos a la perfección la Yoknapatawpha de Faulkner sino que, mucho más importante, la pantalla nos informa de los horarios de los talleres de recambio de neumáticos más próximos. Queda fuera la incógnita más recurrente -"¿me quiere?"-, pero también está controlada, desde el momento en que conociste a esa persona a través de la red.

Una vez que lo sé todo, nada de lo que sé tiene la mínima importancia. He notado que últimamente aprendo con desgana, cosas que de todas formas puedo llevar conmigo, a la distancia de unas pulsaciones en el teclado. Este desánimo viene acompañado de una fuerte componente de incertidumbre a la hora de escribirles. Basta buscar en Google las páginas donde figuran las expresiones "Johnny Depp" y "peor actor vivo", para darse cuenta de que no tiene sentido repetirlas. Por fortuna, información no es conocimiento y el mapa global se nos sigue escabullendo, pero eso también ocurre con los sistemas clásicos de adoctrinamiento.

Usted puede saber las fechas de nacimiento y muerte de Einstein con tanta rapidez como yo mismo, con la ventaja de que yo he perdido un tiempo precioso memorizándolas, que habría aprovechado mejor amaestrando la tabla de surf. Saber que el físico nació en 1879 no ofrece una panorámica de la época, pero eso también figura en la red. Y así sucesivamente. Transformando los problemas en oportunidades, procede patentar el detector automático de errores. Una máquina graba y verifica simultáneamente los datos expuestos en una conversación. En cuanto detecta un lapsus en alguno de los participantes, lanza un estridente pitido, y anuncia la corrección pertinente. Gracias a este artefacto, se conseguirá que todo el mundo tenga siempre razón, el éxtasis de la democracia cartesiana.