Todos los cambios de poder -tras una sucesión en el trono, unas elecciones democráticas o un proceso revolucionario- se suelen concretar en vistosas ceremonias palaciegas, con alguna participación popular de fondo, a modo de coro griego. En los regímenes consolidados, el protocolo está perfectamente establecido y las correcciones son mínimas, de puro detalle, para subrayar el gusto personal, como esas señoras que cambian de sitio una mesita o ponen flores de su agrado en un jarrón. Estados Unidos y Gran Bretaña, las dos grandes democracias occidentales, son un ejemplo perfecto de cómo una sociedad, unida en torno a su oligarquía, organiza esta clase de eventos. Todos los participantes se saben de memoria lo que hay que hacer y las sorpresas son anecdóticas, simpáticas, puramente accidentales. Una lágrima furtiva, un tropezón en la alfombra, un viento inoportuno que derriba un sombrero, y pare usted de contar. En cambio, en los regímenes por consolidar, o en aquellos que han sufrido una conmoción revolucionaria, los protocolos son cambiantes y fruto de la inspiración o del capricho momentáneo del nuevo gobernante. Galicia debe encontrarse en este último apartado desde hace bastantes años porque no ha sabido concretar el ceremonial adecuado, que sirva para todos los circunstanciales ocupantes del poder. Lo normal seria, tratándose de una comunidad autónoma, que el cambio político consistiese en una sencilla toma de posesión del despacho y de las nuevas responsabilidades, y que cada cual lo celebrase después en su casa, con su familia y sus amigos. Pero, no. A don Manuel Fraga, hombre de personalidad arrolladora, le dio por hacerse acompañar en sus cuatro sucesivas investiduras por una banda monumental de hasta cinco mil gaiteros. No faltó quien lo considerase una desmesura y menudearon las objeciones de especialistas en la gaita clásica que no veían con buenos ojos una descarada preferencia hacia la instrumentación al estilo escocés. Y ahora llega don Emilio Pérez Touriño y nos propone una ceremonia con un solo gaitero, orquesta sinfónica, pianista, recitales de poesía y espectáculo audiovisual . Alega el nuevo presidente que quiere un acto "que refleje una Galicia moderna, culta y trasparente", como la que él pretende. Nos parece muy bien. Pero, antes de ponerse a la obra, la primera cosa que debe hacer, en homenaje a esa Galicia ideal, es hablar gallego en público correctamente. Y lo mismo habría que exigir a los miembros de su gobierno, a los parlamentarios de todos los grupos y a la clase política en general. Se supone que todos ellos son personas preparadas, con una cierta capacidad de aprendizaje, y no les costaría demasiado esfuerzo. Da grima oírles pronunciar la palabra "plantexamento" cada dos por tres, venga o no a cuento. En el País Vasco, a don Carlos Garaicoetchea, cuando era presidente autonómico, lo mandaron a una academia para que aprendiese el euskera. Una asignatura bastante complicada, para un castellano parlante habitual, pero la solventó bien.