Oliver Stone pisa el campo minado de su memoria

El cineasta evoca sus primeros 40 años en “En busca de la luz”, voraz historia de “éxito precoz, arrogancia, drogas, imaginación, sueños, traiciones, sinvergüenzas y héroes”

Ilustración de Oliver Stone.

Ilustración de Oliver Stone. / Pablo García

Tino Pertierra

Tino Pertierra

Oliver Stone pasó de ser un cotizado guionista con títulos explosivos (“El expreso de medianoche”, “Conan”, “El precio del poder (Scarface)”– a cineasta amartillado empeñado en pisar callos patrioteros (“Platoon”, “Nacido el 4 de julio”, “JFK”...) y, también, muñidor de insufribles y caóticos pasotes audiovisuales (“Asesinos natos”, “The Doors”...) antes de llegar a la intrascendente tierra de nadie actual que le ha apeado de su trono bronquista. Una personalidad compleja y extraña dentro del submundo hollywoodiense (a veces más extravagante y otras estomagante) que proporciona pistas (camufladas en ocasiones) sobre sí mismo en una primera parte de su autobiografía, “En busca de la luz”, un libro que comparte con gran parte de la obra stoniana un brío narrativo incuestionable (no siempre coherente) y, también, un buen puñado de incoherencias, a menudo provocadas por el belicoso ego de alguien capaz de llevar a la pantalla la vida de Alejandro Magno sin el menor sentido del ridículo. Oscar al mejor guión por “El expreso...” y al mejor director por “Platoon” y “Nacido...”, Stone lleva años de pantalla caída, así que la publicación de sus recuerdos es una buena ocasión para repasar la vida y obra de quien empezó siendo simpatizante de Reagan y terminó azotando a las derechas.

Stone (Nueva York, 1946), a quien el mismísimo Martin Scorsese dio un espaldarazo público a su aventajado alumno por un cortometraje rodado en 16 mm., blanco y negro y sin diálogos – “Último año en Vietnam”–, ha elegido un título para su libro que engarza de alguna forma con los mensajes espiritualmente positivos que cierran algunas de sus obras más sombrías (“Platoon”, sin ir más lejos). Y hay que irse para entenderlo a la primera película de Stone digna de recuerdo (“Salvador”, un rodaje infernal con agobiante falta de dinero para ejecutarlo, una estrella hostil como James Woods y un enfoque “con declaradas simpatías revolucionarias”). Tenía cuarenta años “y se me ha pasado el arroz. Lo sé. Me he buscado demasiados enemigos, con mi provocadora personalidad he quemado demasiados puentes. Rodamos hasta el cuadragésimo segundo día, en agotadoras semanas de seis días. El equipo mexicano se pone en huelga más de una vez. No les falta razón: el dinero suele llegar tarde, la producción ha sido caótica, casi imposible, y ese mismo día abandonamos México cagando leches y sin hacer ruido, dejando a nuestro paso un reguero de acreedores”. Pero faltaba rodar planos esenciales. Consiguió “los últimos cientos de miles de dólares y, a duras penas, logramos nuestra última toma imprescindible a las 7:42 p.m., justo cuando se oculta la luz tras la montaña que domina este desierto abrasador en las afueras de Las Vegas. De ahí el título de mi libro: En busca de la luz. Se me antoja que no he dejado de hacer justo eso”.

“El cine da y el cine destruye”, advierte Stone al reordenar sus recuerdos alrededor de una fogata emocional que ilumina la idea de “cumplir tus sueños a toda costa, incluso con los bolsillos vacíos. Va de tomar atajos, e improvisar, va de buscarte la vida como sea e ingeniártelas para rodar películas y llevarlas a los cines, sin saber de dónde vendrá el próximo talón, o el siguiente monzón, o la próxima picadura de escorpión. Va de no aceptar un no por respuesta. Va de mentir como un bellaco y aguantar, a base de sudor y lágrimas, para sobrevivir”.

Su libro aborda su infancia en Nueva York con sus padres –agente de Bolsa judío y francesa católica: su divorcio lo devastó–, la guerra de Vietnam –con su gigantesca red de mentiras oficiales– y el modo “en que me esforcé por volver de ella, ya con cuarenta años, gracias al rodaje de Platoon. Es una historia de crecimiento. Trata del fracaso y de la pérdida de confianza. Y trata también del éxito precoz y la arrogancia. Trata de las drogas y de los tiempos que vivimos, tanto en el ámbito político como en el social. Trata de la imaginación, de soñar con lo que quieres lograr y de no cejar en tu empeño para hacerlo realidad. Y, por supuesto, está llena de engaños, traiciones, sinvergüenzas y héroes, personas que te bendicen con su presencia y otras que te destruyen en cuanto les das la espalda”.

El cineasta Oliver Stone. |   // FDV

El cineasta Oliver Stone. / FDV

Lo cierto es que “nunca he sentido tanta emoción ni adrenalina como cuando no tenía dónde caerme muerto. Un amigo inglés de clase baja me confesó una vez: ‘Lo único que el dinero no puede comprar es la pobreza’. Quizás, en vez de pobreza, quería decir ‘felicidad’, pero el asunto es que el dinero te da una ventaja y, nos guste o no, sin él te vuelves más humano. Es, a su manera, como volver a la infantería de a pie para ver el mundo en un gran contrapicado donde todo –ya sea una ducha caliente o una comida caliente– se agradece de veras”.

Abundan las reflexiones sobre la felicidad y la desdicha, sobre el horror y el éxito. Sobre sus exigencias creativas y sus derivas creadoras. Sobre sus adicciones: “Adoraba la cocaína como un bebé adora a su peluche o un adulto adora tomar un helado”. Lo más suculento para el amante del cine, en cualquier caso, llega con las vivencias durante los rodajes. No es mucho el “cotilleo” sobre estrellas y colegas, pero Stone regala algunas historias que ayudan a entender mejor algunas decisiones o situaciones que afectaron directamente al desarrollo y resultados de algunas cintas. Especialmente ilustrativo es lo que pasó con el final de “El expreso de medianoche”, con la imposición de una venganza y una fuga feliz que nada tenía que ver con lo ideado por Stone. En “Conan” sus intenciones eran muy distintas a las que quería el director, John Milius (“se le caía la baba: le chiflaba la sangre y el crujir de huesos y adoraba la espada con el monacato de un samurái japonés”, y “Scarface” le lanzó a un auténtico caos con un Brian de Palma poco resolutivo (“no era el más enérgico de los hombres”) y un rodaje desmesurado. En “Platoon” casi perdió la vida en un accidente.

Así es la condición humana: “Vivimos instantes buenos e instantes horrorosos y, sin embargo, los segundos nos resultan imborrables. En mi opinión, el trayecto de la cuna a la sepultura es demasiado largo: nos suceden demasiadas cosas y hay demasiados personajes que atesorar, demasiadas cosas olvidadas o falsamente recordadas. Se necesita ir con tiento para comprender estos momentos fuera del tiempo y lo que significan. Ese es el mayor placer que siento al escribir: volver a apreciar, volver a amar. A este respecto, mis intermitentes diarios me han sido de gran ayuda para reconstruir lo que opinaba en un momento dado. No hay mayor satisfacción que un párrafo bien escrito: esto es algo que a medida que te haces mayor valoras más y más”. Como escribió al final de “Platoon”, “no luchábamos contra el enemigo. Luchábamos contra nosotros mismos”.

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