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Molière o la sátira a escena

Se cumplen 400 años del nacimiento del dramaturgo que cambió las reglas del teatro

Cuando los personajes de un autor de teatro sobreviven más allá de las obras que protagonizan significa que su autor trasciende las épocas y los géneros para instalarse en la inmortalidad. Ocurre con Shakespeare (Hamlet, Otelo, Romeo y Julieta), con Ibsen (Nora, Hedda, Peer Gynt), Chéjov (Nina, Sofía, tío Vania), Brecht (Madre Coraje), Beckett (Godot)… Y también con Moliére (Alceste, Tartufo), de cuyo nacimiento se cumplen 400 años hoy.

En la época que coincide con la vida de Molière confluyeron varias circunstancias que impulsaron el desarrollo del teatro en Francia, entre otras el ascenso de la burguesía como clase social, la gran acogida en los escenarios franceses al teatro español e italiano de aquellos años y el interés de la monarquía por hacerse con un prestigio ilustrado, lo que facilitó el apoyo del Estado a la política cultural.

Hijo de burgueses artesanos modestos, Molière llegó en pocos años desde el teatro ambulante hasta lo más alto de su profesión gracias a un talento excepcional. La vida de Molière (1622-1673), cuyo nombre real era Jean-Baptiste Poquelin, no fue lo feliz que parecían transmitir los personajes de su teatro. Engañado por su mujer, la actriz Armande Béjart, veinte años más joven; traicionado por su colaborador, el músico italiano Lulli; atacado por los sectores conservadores y religiosos, que vilipendiaban sus sátiras; víctima de plagios, parodias y polémicas; dependiente del mecenazgo de Luis XIV, a pesar de lo cual su “Tartufo” sufrió la persecución de la censura y “Don Juan” sólo se pudo representar en 15 ocasiones en vida del autor; sobrevivía gracias a su sentido del humor y a la ironía, que formaban parte no sólo de sus obras sino de su propia existencia. La encarnación más fiel de su personalidad tal vez sea la del Alceste de “El misántropo”, la obra en la que despliega lo mejor de su genio cómico.

La diferencia de Moliére con el resto de los autores que le precedieron o que fueron sus contemporáneos (incluso de los que le sucedieron) fue que era el propio autor quien representaba a los personajes de sus obras sobre las tablas, convirtiendo cada una de ellas en un espectáculo apasionante. Fue el Mascarille de “El atolondrado” y “Las preciosas ridículas”, el Sganarel de “El médico a palos” y otras cinco piezas, el Sosias de “Anfitrión”, el Harpagón de “El avaro”, el Orgón de “Tartufo”… Su amor por la escena le llevó a morir prácticamente sobre las tablas el 10 de febrero de 1673, representando al protagonista de “El enfermo imaginario”, uno de sus personajes más imperecederos. Cuenta la leyenda que Molière iba vestido de amarillo en aquella representación, por lo que desde entonces este color está ausente de toda la guardarropía teatral (en realidad no fue así ni tampoco murió en el escenario sino en su casa, si bien los síntomas del agravamiento de su tuberculosis se le presentaron durante la representación). A las de autor e intérprete hay que sumar además sus facetas de director y empresario.

Dice Harold Bloom en una de sus obras (“Genios”, Anagrama, 2005) que el genio de Molière es a la vez absoluto y sutil, pero estas propiedades sólo se manifiestan cuando sus obras se representan adecuadamente. Bajo la apariencia de diversiones para el entretenimiento Molière creó comedias intelectuales que siempre evitó que alcanzasen la condición de dramas y mucho menos de tragedias (si acaso alguna hay muy cercana a la tragicomedia), ni siquiera cuando abordó temas como el de don Juan.

Se inició como autor en 1653 con “El atolondrado” antes de instalarse en París, donde participó activamente en la vida teatral representando sus propias obras y adaptando las de Racine y Corneille, los otros dos grandes dramaturgos contemporáneos. Sus obras más destacadas fueron “La escuela de las mujeres”, “Las mujeres sabias”, “El avaro”, “El burgués gentilhombre” y la trilogía compuesta por “Tartufo”, “Don Juan” y “El misántropo”. En todas ellas supo poner el dedo en la llaga de los vicios de la sociedad de su tiempo, siempre en forma de comedia, sugiriendo una seductora y ambigua relación entre la apariencia y la realidad. Sus obras están llenas de las implicaciones morales y sociales que caracterizaron la comedia moderna, lo que entonces requería una gran capacidad de observación. Ponía todo el talento del oficio para conseguir lo que decía perseguir: “enseñar a los hombres cómo son sin dejar nunca de divertirlos”. Con sus obras irritaba a la sociedad bienpensante de la época por la crítica hacia la familia, la educación, la condición de la mujer, el esnobismo burgués, la prepotencia del poder, la religión… todo ello en forma de sátiras cuya efectividad radicaba siempre en la comicidad de las situaciones. Tal vez por eso se siguen representando como hace casi cuatro siglos y mantienen la frescura y el ingenio de una permanente crítica social.

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