El anillo de Tadeo

Un trabajador del International Tracing Service, de Bad Arolsen.

Un trabajador del International Tracing Service, de Bad Arolsen. / Alex Grimm

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Marie Kondo se ha rendido. “Mi casa está desordenada”, ha confesado. Quiso enfrentarse a la entropía del universo y el universo la ha derrotado. El castigo a la impertinencia humana. Marie nos invitaba a desprendernos de todo lo accesorio. Una Diógenes de estantería y percha. Su propuesta me sedujo en teoría. Me encaré muchas veces con la ropa que no visto desde hace más de un año. Es el tiempo que ella estimaba apropiado para decretar su obsolescencia. No me he puesto esa vieja camiseta amarilla mientras la Tierra recorría al menos 930 millones de kilómetros alrededor del Sol. Ya no siento que me siente bien. La prenda o mi cuerpo se han desgastado, desalineándose, como en un matrimonio que se agota. Y sin embargo, al final, mi mano ha temblado. La vieja camiseta amarilla sigue ahí, en el fondo de la pila, asomando levemente como un atisbo de luz. Un año es la medida de la revolución literal; cuando todo ha cambiado, completándose el giro, para seguir igual.

Edificamos nuestros hogares como un reflejo de nuestro cerebro. Nos aferramos a las cosas igual que nos aferramos a los recuerdos porque esas cosas se han impregnado de nosotros y retienen nuestra memoria. Mi vieja camiseta amarilla es la de aquella excursión de besos y carcajadas; la que mis hijas apretaban con sus puñitos mientras las recostaba sobre mi pecho; la que llevaba cuando conocí la alegría y la tristeza. A veces no se trata de una imagen precisa, sino del aroma de una época, que no volverá pero que tampoco queremos que desaparezca. Necesitamos al menos sus vestigios. Cada renuncia supone un sacrificio.

Es la diferencia entre el precio, que se tasa, y el valor, que no puede calcularse. En la pequeña localidad alemana de Bad Arolsen se encuentra el principal archivo sobre víctimas del nazismo. La Cruz Roja lo puso en marcha para intentar desentrañar el caos de aquellos momentos, con tantos muertos, desaparecidos y desplazados. Han elaborado 17,5 millones de fichas personales almacenadas alfabéticamente en 21.000 cajas. Eva Millet ha contado el caso de un hombre que contactó con el archivo rastreando su origen. Había nacido en Austria en 1945 y lo había adoptado una familia polaca. No conoció tal verdad hasta que murieron los que siempre había considerado sus padres biológicos. Desde Australia, al tiempo, llegó la petición de un matrimonio de origen bielorruso, trabajadores forzosos a quienes los nazis habían asegurado que su recién nacido había muerto. Los registros probaron el vínculo. Sesenta años después, aquel bebé arrebatado pudo viajar a Australia a conocer a su madre; su padre había fallecido durante las pesquisas.

Las cosas, en cierto modo, nos conectan como la genética. También puentean el tiempo y el espacio. Nos permiten asomarnos a lo que hemos sido, incluso antes de ser. En Arolsen custodian pertenencias de 2.500 prisioneros de Neuengamme y Dachau: fotos, cartas, joyas... A lo largo de las décadas han podido devolver material a algunas familias. Malgorzata Przybyla, que trabaja en el archivo desde los años noventa, apareció una vez en la televisión polaca mostrando posesiones de Tadeusz Tomaszewski. Habían averiguado cómo se llamaba el dueño gracias a cierta documentación y a la inscripción de un anillo. Tras varias vicisitudes, Pryzbyla encontró a los descendientes de Tomaszewski. Depositaron la mayoría de los objetos en el museo de Krotoszyn, pero no el anillo. La nieta de Tomaszewski se lo puso inmediatamente, durante la ceremonia de entrega. “Nunca me lo quitaré”, prometió.

Las cosas importan según la vida que relatan. Yo siempre me pondré el anorak del Celta que heredé de mi padre, aunque ya le fallen las cremalleras. Nunca tiraré la camiseta amarilla. No importa cuánto envejezcan o se estropeen ni el desorden de los armarios. Ni caducan ni se pueden reciclar. Contienen demasiado amor.

Suscríbete para seguir leyendo