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Dos aviones

"Érase una vez..."

La verdad, aunque se pronuncia engolando la voz, es un concepto plástico y aceitoso. Cualquier hecho, de magnitudes mensurables, se digiere a través de los ojos que lo contemplan. No existen los relatos objetivos; ni siquiera en los prospectos de los medicamentos. La noticia más honesta procesa la realidad para acomodarla a su formato. Incluso limpia de adjetivos, ha de proporcionar a los datos una estructura que de alguna manera los afecta. El cuento de Caperucita sonaría diferente contado por el Lobo.

El periodismo jamás ha sido un oficio inocente, desprovisto de pasiones. Ni siquiera en la escuela clásica que invisibilizaba al autor, antes de que Wolfe, Mailer o Capote promoviesen que su voz se explicitase. Y las empresas periodísticas siempre han tenido ideología; en sentido amplio, una idea de cómo es el mundo y cómo debiera ser, o de militancia concreta. En Inglaterra la prensa se alineaba tradicionalmente por simpatías y en Francia se ha estilado directamente la de partido. Una línea editorial obvia ofrece ventajas para el lector en cierto modo, como una etiqueta de advertencia.

Debiera existir, sin embargo, un compromiso mínimo, casi más de ética infantil que profesional: no mentir, no al menos de manera consciente e intencionada, en la persecución de una meta. Ese famoso “ya pondré yo la guerra”, de William Randolph Hearst, para agitar el avispero cubano. El periodista no se distingue de cualquier otro ser humano en el desempeño de sus tareas. La decencia constituye su obligación más íntima.

En España, hoy muchos confunden la fiscalización de los gobernantes con el empeño de socavarlos (o defenderlos, según convenga) fanáticamente. La épica del Watergate ha hecho mucho daño. Woodward y Bernstein contribuyeron a derribar a Nixon desvelando sus manejos. Fue la consecuencia. A su pesar, les han salido hijos espurios, que deciden derribar gobiernos y recaban material con tal fin, aunque sea retorciéndolo. Se sueñan la causa. Ahí está Jorge Bustos, jefe de Opinión de El Mundo, prometiendo tumbar a Sánchez: “Estamos en ello, no te impacientes”.

Rastrear lo que sucede o protagonizarlo. La seducción del poder. Juan Ignacio Luca de Tena, director de ABC, encargó a su corresponsal en Londres, Luis Bolín, la compra del Dragon Rapide que trasladó a Franco de Canarias a Tetuán para que liderase el golpe. El propio Bolín, para camuflar la operación, hizo de pasajero en parte del trayecto. Franco retribuyó después con cargos oficiales este y otros servicios.

Quince años antes, escasos kilómetros al este, la tierras del Protectorado ya hedían a sangre. Las cabilas rifeñas habían iniciado la degollina del ejército desbandado en Annual. El general Silvestre había desaparecido en los primeros momentos. Sus mandos habían muerto o se habían refugiado vergonzosamente en Melilla, abandonando a las tropas. Nadie en la ciudad conocía con exactitud la situación. Un avión fletado por El Liberal fue el primero que sobrevoló el terreno. Espinosa, el reportero que lo tripulaba, registró antes que nadie los blocaos caídos o sitiados y los cadáveres mutilados; la desesperanza y el espanto. Pudo así contar lo que hubieran preferido que callase. El propio Espinosa reveló la magnitud del desastre al alto comisario, Berenguer, cuyas reacciones anotó para sus lectores. “Tal diario se apuntó así una de las primicias más notables de la prensa española”, apunta Julio Albi de la Cuesta.

Este dilema se repite cada día ante cada micrófono o teclado, en redacciones convencionales o para periodistas autónomos. No suelen ser grandes acontecimientos, claro, sino diminutas noticias sobre equipos de fútbol, asociaciones de vecinos o concejalías; no sobre generales, sino sobre modestos políticos, empresarios y cualquier ciudadano. El periodista elige cómo contar sus historias, qué papel desempeñar y con qué decencia. A qué avión subirse, en resumen. Necesitando Espinosas, proliferan los Bolines. Vivimos en tiempo de dragones.

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