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Sonrisas de cuerpo entero

Me gustaba su flequillo, sus camisas sofisticadas y las deprimentes playlists de tarde domingo, pero sobre todo adoraba sus paletas, una montada sobre la otra. A él le avergonzaba no tener unos dientes perfectos y, cuando reía, se llevaba la mano a la boca. Me irritaba aquel pudor, y nunca logré convencerle de que, en su sonrisa, se encontraba la clave de todo. En cuanto pudo, se puso brákets. Con el tiempo lo dejamos y estuvimos años sin vernos. Al reencontrarnos, cada paleta ocupaba el lugar que le correspondía y aquella geometría parecía gobernar toda la cara, como si el resto de sus gestos hubiese sufrido también la disciplina del alambre.

A mis diez años dejé una parte de mi sonrisa en Baiona. Mis padres se relajaban en una terraza mientras yo disfrutaba de los coches de choque. Distraído, una de las fichas cayó a la pista. Me agaché para recuperarla. Al girarme, fue tarde para evitar el golpe. Aquello me dejó una sonrisa Mikel Erentxun. Durante años la lucí orgulloso, deseando que me preguntasen. Parecía que ya entonces me importaba más tener una historia que una dentadura impecable. Sin embargo, mis dentistas se empeñaron en repararla.

Los brákets han dejado de ser una penitencia adolescente y los dentistas han conseguido que treintañeros y cuarentones pasen por el aro y cumplan su sueño de conseguir una dentadura televisiva, sin que importe que sean esas imperfecciones las que den carácter a nuestra sonrisa. Por supuesto, el argumento estético se diluye en un aluvión de razones médicas que convierten en temeridad negarse a la ortodoncia.

La historia se repite y mi Lama quiere ahora una sonrisa tan perfecta como su bolsillo le deje. Al parecer, él y su dentista han encontrado un montón de motivos, todo con el prefijo orto. Sin embargo, a mí me entra el pánico cada vez que lo menciona. Su sonrisa tiene la potencia de la dulzura. Al igual que abraza con todo el cuerpo, sonríe con todo el cuerpo y me muero de pena cuando le veo rendirse a esa legión de dentistas empeñados en convertirnos en emoticones a fuerza de facturar sonrisas.

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