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El último minuto

El soldado estadounidense Henry N. Gunther decidió abandonar su trinchera y cargar en solitario contra las posiciones alemanas a media mañana del 11 de noviembre de 1918. Nunca sabremos por qué. Casi seis horas antes, a las cinco de la madrugada, se había firmado el armisticio en un vagón de tren en el bosque de Compiegne. Las calles de las ciudades, incluso en los países derrotados, habían comenzado a llenarse de gente que festejaba la consumación del horror. En tierra de nadie, sin embargo, aún seguían sangrando. Gunther caló su bayoneta y salió a pecho descubierto.

Los negociadores habían fijado a las once de la mañana el final oficial del conflicto. Aunque aquella guerra había concluido, una guerra tan atroz que se pronosticaba la última, el alto mando aliado ordenó seguir combatiendo hasta el último segundo de ese trámite. Cada uno manejaba sus propias razones. El revanchismo francés se encarnaba en el mariscal Foch, un veterano del doloroso conflicto de 1870, que en un mismo día de 1914 había perdido a su único hijo varón y a su yerno. Los británicos querían lavar sus afrentas retomando Mons en combate en vez de desfilando. El comandante estadounidense, John Pershing, pretendía acopiar gloria. Todos ordenaron apurar la copa del odio.

Los comandantes recibieron las instrucciones de ataque al mismo tiempo que la paz se iba difundiendo por las radios. Algunos aprovecharon cierta ambigüedad burocrática para interrumpir sus maniobras. Otros no quisieron arriesgarse a un consejo de guerra o quizá compartían el furor de sus superiores. En esas seis horas de prórroga murieron 2.738 hombres. Entre ellos, decenas de negros de la 92ª división americana, segregados en casa, discriminados en el frente y a la postre sacrificados en vano.

La familia de Henry N. Gunther, radicada en Baltimore, era de origen germano. Gunther cumplió, pese a ese desgarro interior, y pronto fue ascendido a sargento. Lo degradaron, sin embargo, cuando los censores descubrieron que en una de sus cartas había aconsejado a un amigo que no se alistase. Tal vez saltó de aquella trinchera para demostrar su patriotismo, por restañar su honor o arrebatado por la insania. No se lo había anticipado a ningún compañero. A nadie se le ocurrió preguntárselo mientras le gritaban que se quedase quieto aquella fría mañana del 11 de noviembre. Incluso los alemanes realizaron al principio disparos de advertencia. Finalmente uno lo abatió. El reloj marcaba las 10.59.

Fue la última muerte de tantos millones; la más absurda de aquel absoluto sinsentido. En Inglaterra y Francia ni siquiera se cuestionaron lo sucedido durante esas seis horas de prórroga. Nada debía empañar sus laureles. A Pershing lo investigó un subcomité del Congreso pero fue exonerado. Para él crearon un cargo que ningún otro ha ostentado, el de general de los ejércitos de Estados Unidos. A Gunther lo condecoraron y le devolvieron póstumamente el rango de sargento. Otros 2.737 hombres reposan en sus tumbas o fosas, anónimos, apenas ya en sus vestigios, añorando el tiempo que les fue arrebatado.

Ha pasado un siglo, otras son las tragedias, pero todo sigue ahí, en las tribunas políticas, los botellones eufóricos y los ERTE de las oficinas: las banderas y los sudarios; la vanidad, el orgullo y la obediencia ciega; años, horas y ese último minuto de delirio al que nos estamos asomando.

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