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La última fan de Chenoa

La cantante Chenoa, en un momento de su concierto en el Entroido de 2019 de Vigo R. Grobas

Una vez le escribí una de esas cartas que escribimos borrachos y uno preferiría morirse antes de que la lean delante de él. No la leyó, la imprimió en formato póster y la colgó en su cuarto. “Mirad lo que me ha escrito Nacho. Qué mono, ¿no?”. Compartía con tres amigas uno de esos pisos gigantes que solían alquilarse a estudiantes en Santiago, antes de que todo fuese territorio-airbnb. De las habitaciones salían y entraban personas como en una comedia de enredos. Algunos nos conocíamos y otros nos presentábamos en el pasillo. Comíamos pizza, dormíamos la siesta y bebíamos ginebra. Teníamos tiempo, planes y la vida se medía en noches y cubitos de hielo.

Pronto se marchó a otra ciudad, y yo encontré trabajo. Santiago fue dejando de tener ese aspecto de fin de semana y platos combinados. A veces la iba a visitar Salamanca. Allí vivía con dos góticas que se entretenían maquillándose hemorragias, pero ella parecía feliz. Después vino Madrid. Cuando regresaba, la recogía en Lavacolla, y dormía en casa, peleándose con mi gato Samuel. Cenábamos en italianos baratos y, entre pan de ajo y pizza con piña, le conté que quería largarme de España y mandarlo todo a la mierda. Fue la única que pensó que tenía sentido. Un par de inviernos después se puso un plumas amarillo, cogió un avión y vino a presentarme a su futuro marido. Le vi bajar del autobús, y me dio miedo que se estuviese equivocando, pero poco tiempo después yo estaba leyendo su discurso de boda.

De eso hace casi veinte años, en ese tiempo nos han pasado las cosas que más o menos nos pasan a todos, quizá a ella alguna más porque se levanta a las cinco y porque a los treinta, cuando la gente se apunta a pilates, ella se hizo del club de fans de Chenoa.

Incluso con la familia, con los buenos amigos, uno tiene miedo a ser juzgado. A ella siempre he podido contarle esas cosas que creemos que nadie debería escuchar porque, si lo hiciesen, todo saltaría por los aires. Incluso cuando pensaba que me estaba equivocando, nunca intentó convencerme -que poca gente hay que no nos intente convencer de algo-, sólo me daba uno de esos abrazos que significan: hagas lo que hagas, no voy a moverme.

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