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Teo va a Murcia

De izquierda a derecha, Ray Liotta, De Niro, Paul Sorvino y Pesci en “Godfellas”

Así dicho parece el título de un cuento infantil. Pero en realidad no lo es. Ni mucho menos. En todo caso, más bien sería el de una película. Una de terror... Verán, siempre me ha fascinado eso del “efecto mariposa”: resulta que a un bicho (que, en realidad, hasta hace nada era un gusano asqueroso) le da por aletear en un lugar perdido de la mano de Dios y, para cuando se quiere dar cuenta, va y descubre que el movimiento de sus alitas ha provocado un terremoto a cientos de kilómetros en vaya usted a saber dónde. Como, por ejemplo, en esa democracia que entre todos nos hemos dado. Toda una reacción en cadena que ya quisieran para sí los filósofos del ¡Pa’habernos matao, oiga! Menos mal que, por imprevisible que esto pueda parecer, el cine ya nos había puesto en antecedentes. Y de muy diversas maneras...

Como en el caso de El irlandés, por ejemplo, esa maravillosa película de Martin Scorsese en la que Joe Pesci y Robert De Niro se suben a un coche y, en la compañía de sus respectivas esposas, se disponen a atravesar el país. Y allá que se van, felices los cuatro, en un aparentemente inofensivo paseo. Pero nosotros, que los conocemos bien, que ya sabemos cómo se las gastan estos dos, tenemos muy claro en todo momento que, por muy ancianitos que los veamos, Pesci y De Niro tienen de inofensivos lo que una piraña en un bidé. Al fin y al cabo, estos dos pájaros son los mismos fulanos a los que apenas unos cuantos años atrás vimos repartiendo balas y mamporros, esparciendo dientes y regando campos con la sangre de todos aquellos que no fuesen Uno de los nuestros. Coches, viajes, esa falsa sensación de inofensividad... A El irlandés tan sólo le falta un detalle para ser como la vida misma: Murcia.

Como si de otro de esos afables viajeros se tratase, cuando uno piensa en Teodoro García Egea lo más peligroso que le viene a la cabeza es su famosa capacidad para lanzar huesos de aceituna a cuarenta metros de distancia. Por lo visto, el bueno de Teo es tan capaz y preciso con sus olivazos, que más de uno habrá temido por su integridad física si se diera la mala suerte de interponerse en su trayectoria. De tiro, quiero decir. Pero, más allá de eso, poco más peligro se le intuía a Teo...

... Hasta ahora.

¿Acaso nadie más se ha imaginado a Teodoro en su despacho de Génova 13? “Tranquilo, Pablo. Yo me encargo.” Lo he visto colgando el teléfono. Poniéndose tranquilamente en pie. Bajando desde la planta noble hasta el garaje. Montándose en el asiento trasero de su coche. Y, con la misma calma serena con la que Joe Pesci habla con Robert De Niro, dirigiéndole tan sólo dos palabras a su chófer: “A Murcia.”

Y así, siguiendo la estela de Pesci y De Niro, me los he imaginado a los dos, a Teo y a su conductor, viajando en silencio, atravesando las cloacas del estado en dirección a Murcia (qué hermosa eres).

Por supuesto, en esta peli también hay alguien esperando al otro lado del viaje. ¿Tres hombres temerosos del fuego divino? Ni mucho menos: tres servidores de lo público como tres soles que, con la misma convicción con la que el día anterior habían firmado una moción de censura, ahora estaban dispuestos a confirmar todo lo contrario. Vamos, que se ve que donde habían puesto Valle, Paco e Isabel, en realidad querían decir Diego. Por fortuna, tampoco esto nos pilló por sorpresa: parafraseando a Groucho, “Estos son nuestros principios. Si no le gustan, tenemos otros, ¡y por supuesto también están en venta, señor Egea!”

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Supongo que esta es, pues, nuestra película. Y, como buena españolada, apesta. Parece una comedia, pero en realidad tiene mucho de tragedia. Porque cualquiera que se dedique a escribir novelas sabe lo muy cierto que es aquello de que la realidad siempre supera cualquier ficción. Pero bueno, mientras nos quede el humor... Ahora, el verdadero problema viene cuando ni siquiera el humor nos sirve para explicar la realidad, para entender un día a día que nos desborda. No hay chiste de Groucho que abarque lo que nos sucede, ni peli de Scorsese o Coppola que no nos deje en el cuerpo la sensación de que lo nuestro se parece demasiado a una película de gangsters.

Porque si España fuese una obra de Shakespeare, el escenario aparecería cubierto de daneses muertos ya desde el principio: el olor a podredumbre sería tan nauseabundo que habría acabado con todos los personajes ya en la escena primera.

Si España fuese una película de Berlanga, la realidad le parecería tan exageradamente obscena que el pobre hombre ya no sabría ni por dónde empezar.

Y, si fuese una película de José Luis Cuerda, cuando el director llegase al rodaje, se encontraría a todos los personajes ya con la chorra sacada. Empezando por el propio Teodoro García Egea, sonriendo como Joe Pesci. Como cualquier otro capo mafioso.

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