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Henrietta y la eternidad

Placa en memoria de Henrietta Lacks en Clover, Virginia CC BY-SA 3.0 Wikipedia

La eternidad me agobiaba cuando era creyente igual que ahora, siendo ateo, me agobia la nada. Estos conceptos exceden la capacidad humana. Solo podemos concebir aquello que nos compone: un intervalo de tiempo. En realidad, somos eternos entre la nada y la nada, pues nada nos precede ni nos sucede en lo que recordamos.

La religión acompaña a la consciencia y a nuestra naturaleza social. A ese chispazo de saber que somos le siguió la constatación de que en algún momento dejamos de ser porque tal cosa pasaba a los que nos rodeaban. Las primeras manifestaciones religiosas se vehicularon mediante los rituales de enterramiento. Necesitamos adjudicarle a nuestra existencia, como a todo viaje, un origen y un destino que rebasen su principio y su final. En cierto sentido, necesitamos un propósito.

Sin embargo, la creencia en la eternidad no es inevitable ni común en las religiones. Ni siquiera en el tronco semita del que procede el cristianismo. Entre las escuelas judaicas, los saduceos rechazaban la inmortalidad del alma y la resurrección de la carne. Jesús, un rabí reformista como tantos en aquella Palestina, basó sus enseñanzas en la escuela farisea, que sí las contemplaba. Ya luego Pablo universalizaría su doctrina al ampliarla a los gentiles.

Seguramente Henrietta Lacks creía en la inmortalidad de su alma y en la resurrección de su carne. Afroamericana, hija del dolor y la miseria, me la imagino agitándose al ritmo del góspel en alguna congregación evangélica de su Virginia natal, anhelando la compensación de este valle de lágrimas. Henrietta falleció en 1951 de cáncer de cuello uterino. Tenía 31 años. Un suspiro tan leve, destinado al olvido. Pero no.

Henrietta Lacks CC BY-SA 3.0 Wikipedia

Durante el tratamiento, a Henrietta se le habían extraído varias muestras de tejido tumoral. El doctor George Gey descubrió asombrado que aquellas células, bautizadas como HeLa, seguían multiplicándose de manera permanente mientras que las de los cultivos convencionales morían al poco. Un horizonte maravilloso se había abierto para la investigación médica.

En estos 70 años, las células HeLa se han distribuido por laboratorios de todo el planeta. Han servido para probar vacunas como la de la polio. Han permitido estudiar los efectos de toxinas, medicamentos, hormonas y virus sin necesidad de usar a personas como cobayas. Han viajado al espacio para ser empleadas en experimentos. Se están utilizando en este mismo instante en la lucha contra el COVID-19.

Henrietta sigue viva. Lo están sus células, cuya proliferación precisamente se incluye como definición de la vida. Henrietta ha impedido muertes y ha aliviado pesares. Ha visitado lugares que ni siquiera soñó. Se ha asomado a las estrellas. Si alguna existencia ha resultado útil, si alguna en verdad ha respondido a un propósito más grande que ella misma, es la suya.

La inmortalidad de Henrietta, más allá de la trampa de estar ligada a quienes la conservan, tiene su fáustica letra pequeña. Ella no concedió permiso para que manipulasen sus tejidos –en la época se consideraban prácticamente un desperdicio–. Décadas de batalla judicial apenas han devuelto a su familia un mínimo control y reconocimiento. Henrietta, que fue pobre, ha sido comercializada como un producto del que otros se han beneficiado; ella, descendiente de esclavos, habita encadenada a placas de Petri. Su eternidad es el cáncer que la devoró. Quizá hubiera elegido la nada.

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