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Entré, la vi sola; ya no pude apartar mis ojos de ella

Sálvese quien pueda

Entré, la vi sola; ya no pude apartar mis ojos de ella

Cuando entré en el vagón la vi sola y me llamó la atención. Me senté y la verdad es que le eché no pocas miradas furtivas a medida que pasaban los minutos y nadie parecía acompañarla, y lo cierto es que al cabo de un tiempo no conseguía quitarle el ojo de encima. La tenía a la vista, no había que girar la cabeza ni hacer el más mínimo esfuerzo sino entornar levemente mis ojos para tenerla controlada. Me inquietaba su presencia, quizás porque era la primera vez que la veía y, si quiero ser más preciso, diría que me atraía como un imán, no exactamente como un oscuro objeto de deseo, imposible, sino por algo indefinible que ponía en estado de alerta todos mis sentidos. El tren seguía su marcha, ya habíamos dejado atrás el Miño y ni siquiera los maravillosos paisajes que transcurrían ante nuestra vista en aquel vagón conseguían apartar mi atención de ella en ese último asiento que ocupaba, el 1 A de aquel Alvia a Madrid.

Decidí levantarme y preguntar al revisor, cuando ya había corrido el reloj más de lo que mi curiosidad e inquietud me permitía. Le cogí del brazo cuando pasaba a mi lado para hablarle discretamente al oído y, señalándola con mis ojos, le dije: "Disculpe. Hace tiempo que la veo sola ¿sabe si tiene dueño?". El empleado de RENFE me miró y respondió al instante, con cierto complejo de culpa: "Tranquilo, es mía". Entonces me di cuenta de que aquella maldita mochila era como tantas que había visto en mi vida sin tenerlas en cuenta, pero ahora había despertado mi alarma. Fui consciente de que empezábamos a vivir en una perenne sospecha. Quizás me había influido la prensa de ese día, que contaba una de las acciones en Francia de algunos de esos pobres ignorantes, descerebrados de Alá, expertos en hacer de las mochilas, cuando no del cuchillo de degüello, un arma de combate en pro de su miserable concepto del cielo.

Aunque tampoco había que ir tan lejos como a territorios del Islam para encontrar tarados, mensajeros de la muerte. Ese mismo día leía en el tren que un enajenado de 18 años había matado a su padre en tierra de tanta tradición cristiana como Salamanca, y en Galicia sin ir más lejos, territorio de apostolado jacobeo, otro desnortado había asesinado a gente. Los cristianos hemos matado mucho por Dios pero fuimos abandonando tal costumbre. Ahora los del pueblo llano solo matan cuando están locos y los que están en las alturas mandan matar por cosas más tangibles como el petróleo, no por hipótesis como Dios Matamos los de la vieja cristiandad, es cierto, pero ya poco por Dios o en nombre de un cielo que ya no existe para nuestra descreída civilización salvo en imaginarios nacionalistas que creen en una Tierra Prometida en la que estarán bailando por ejemplo la sardana y tomando pa amb tomáquet entre barretinas, butifarrendums y cubanas agitándose al viento, redimida la opresión del imperialismo castellano no al grito de "Alá es grande" , es cierto, pero al menos al de ¡Espanyanosroba!.Cuestión sentimental que no se aviene a razones,

Una mochila, una vulgar mochila había despertado no solo mi inquietud sino estos pensamientos tan poco correctos políticamente. En el pasado si uno veía una mochila abandonada la cogía tranquilamente para entregarla en Objetos Perdidos pero hoy la sospecha, la desconfianza, el recelo o la aprensión se han instalado en nuestros espíritus. No tengo el libro a mano pero recuerdo que entrevisté al catalán Pere Saborit (filósofo, dudo que independentista) por su libro Vidas adosadas, cuya tesis era que el miedo ha sido, desde antiguo, un operador fundamental de la política, tanto de la teoría como de la práctica. Pero el miedo al enemigo declarado y al enemigo potencial, miedo a la contingencia. Ahora existe el miedo a los semejantes: me decía, precisamente por serlo. La igualdad se convierte en amenaza y por eso llevamos vidas adosadas, por eso cuando vamos en el tren preferimos asientos que no tengan a nadie enfrente y, si es posible, al lado. Ya ni siquiera nos miramos a los ojos si no nos presentan, aunque eso ya viene de viejo en grandes ciudades como New York, a la que en 1970 llegué yo con mi mirada frontal a la española y me enseñaron que allí mejor no mirar de frente ni siquiera al semejante, y menos en un Metro. Por si acaso.

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