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Los candidatos arrancan con más brío en el debate final, que se atasca por falta de conducción

- Sánchez se crece ante la sintonía de las derechas y se apoya en un Iglesias conciliador que se queja del exceso de insultos - Casado se recompone y Rivera mantiene el tono agresivo

De izq. a dcha., Pablo Iglesias, Pablo Casado, Albert Rivera y Pedro Sánchez, dirigiéndose a sus atriles para dar comienzo al debate. // Reuters

Más que a una segunda vuelta deportiva, el debate de anoche en Atresmedia se pareció a una segunda función de la época en la que los actores se veían obligados a subirse a las tablas a las ocho de la tarde y a las once de la noche. Casado, Iglesias, Sánchez y Rivera, de izquierda a derecha de la pantalla, se mostraron liberados de esa contención a la que les obligó el lunes en RTVE la primera función por miedo a gastar toda la pólvora en el primer envite. Hasta el punto de que los moderadores de la confrontación, Ana Pastor y Vicente Vallés, lejos de tener que animarles a enfrentarse, como hizo Xabier Fortes el lunes, les tuvieron que llamar al orden en numerosas ocasiones. Tal vez con exceso de celo en el caso de Pastor, que en algún momento adoptó maneras de adusta maestra.

Sin embargo, el debate padeció dos defectos. El primero, inevitable, es que los ciudadanos votantes y espectadores ya se sabían el argumento, la intriga y hasta muchos de los diálogos, que no por recitados con mayor intensidad se hicieron menos conocidos. Es lo que tienen los actores con poco fondo, que pueden subir la voz cuando creen que lo precisa el calor de la sala, pero no son capaces de hablar alto y a la vez dotar de matices sutiles a su interpretación.

El segundo, en cambio, era evitable y vino de la conducción del debate. Si el lunes, Fortes embridó casi en exceso a los candidatos, regido por un control milimétrico de los tiempos, ayer Pastor y Vallés no lograron llevar la discusión por terrenos que permitieran ir desgranando como estaba previsto las diferentes fases de un enfrentamiento que, por otra parte, padecía defectos de estructura: un primer tiempo, demasiado largo, dedicado a propuestas programáticas, y dos tiempos más (Cataluña y pactos electorales) que se preveían más cortos y acabaron siendo casi microscópicos.

Como consecuencia, el debate acabó en tierras de empantanamiento y descarrile que en nada contribuyeron a que fuera clarificador y útil para ese supuesto 40 por ciento de ciudadanos que no tienen claro su voto.

Tras haber salido con fuerza, los contendientes se enredaron en la propia pobreza de su juego teatral y, ayunos de una dirección fuerte, fueron perdiendo fuerza o pasando olímpicamente incluso de responder a las preguntas que se les formulaban para concentrarse en sus pullas favoritas. Rivera aconseja a Sánchez que no se ponga nervioso, un viejo tic aprendido sin duda en las escuelas universitarias de debate pero que repetido se vuelve contra quien lo utiliza. Casado acusa a Sánchez de mentir y es pagado con la misma moneda por un candidato socialista que se atrinchera en la glorificación de las iniciativas de sus diez meses de gobierno y en una sistemática llamada de alerta al peligro de la ultraderecha. Mientras Iglesias, pedagógico y moderado en las formas, se convierte en el apóstol de la concordia hasta el punto de, a fuer de conciliador, perder por un momento los papeles y quejarse de los insultos que se distribuyen a diestro y siniestro, y pedir debate serio "de una puñetera vez".

Con todo, el elenco mejoró. Por orden de aparición, Casado, que el lunes aparecía desdibujado en aras de la moderación, salió con fuerza y sin por ello perder la compostura, hasta que, en uno de los grandes rifirrafes de la noche, se quedó emparedado y silencioso entre Rivera y Sánchez cuando se hablaba de violencia de género -"machista", matizaba Iglesias- y, sin duda avisado de que perdía gas, se remontó en exceso.

Iglesias, ya queda dicho, fue el gran defensor de utilizar el debate para debatir. Sus prestaciones apenas variaron respecto a las del lunes, aunque en mitad de la algarabía a ratos quedó opacado. En cuanto a su socio de legislatura, Sánchez salió más echado hacia delante que la víspera aunque sin perder el papel institucional. No es hombre de grandes recursos en el cuerpo a cuerpo, por lo que el refugio en los papeles donde tiene apuntados todos los datos de su acción ejecutiva se convierte a menudo en su acto favorito y necesario. Por último, Rivera. Es la mosca cojonera por excelencia, el perro tobillero que no pierde la oportunidad de enseñar un colmillo y, eso sí, desgrana con claridad y soltura sus mensajes.

Rivera y Sánchez protagonizaron el mejor momento de la noche cuando el primero ofreció al segundo un libro -"que sin duda no ha leído"-, su polémica tesis doctoral. Sánchez tenía preparada la respuesta, "Santiago Abascal. La España vertebrada", el volumen de conversaciones del líder ultraderechista con Fernando Sánchez Dragó.

En suma, Sánchez libró bien la batalla, apoyándose al igual que el lunes en el báculo de un Iglesias al que tardó media hora en llevar, levemente, la contraria. No hubo, pues, todos contra Sánchez, por más que numerosos protagonistas insistieran en que ayer sería ese el formato. Enfrente, Rivera basó su combate por el liderazgo de la derecha más en la omnipresencia que en los ataques a un Casado del que se sabe tan socio como Sánchez de Iglesias. Y los indecisos, a esperar la iluminación a la puerta del colegio electoral.

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