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La crisis catalana La crisis catalana

España, capital Waterloo

El expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, condiciona desde su refugio belga todo el juego político catalán y estatal pese a que un regreso al país le pondría entre rejas

El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. // Efe

Ni el Rey con la larga mano de su poder moderador, ni el presidente del Gobierno subido a la ola de las encuestas, ni Amancio Ortega en su calidad oficial de español más rico ni Ana Patricia Botín al frente de ese cofre del tesoro llamado Santander pueden ser consideradas ahora mismo las personas más influyentes de España. Porque -quién lo habría dicho a finales del pasado octubre cuando fue derribado por el 155- el hombre con mayor poder para condicionar al Gobierno de Madrid, al gabinete autonómico catalán y, de rebote, a todas las administraciones públicas de España y a parte de su tejido económico es el expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. Un huido de la justicia, acusado de rebelión por el Tribunal Supremo y suspendido como diputado. Un hombre con plena libertad para circular por Europa pero condenado a no pisar España sin acabar entre rejas.

Desde su refugio de Waterloo, ya saben, el municipio próximo a Bruselas donde Napoleón perdió en 1815 su última batalla, Puigdemont sigue moviendo los hilos. Napoleón salió preso de Waterloo con destino a la isla de Santa Helena, donde murió seis años después. Pero Puigdemont está bien instalado en una casa de 4.400 euros mensuales de renta a la que, día sí día también, acuden grupos de independentistas a rendirle la debida pleitesía. Tanto que algunos de sus vecinos, molestos por haber perdido la placidez de un enclave en el que vivir resulta muy caro, fantasean con la posibilidad de instalar un chiringuito para ofrecer refrescos y bocadillos a lo que califican como "club de fans" del expresidente.

Durante cuatro meses, los que Puigdemont pasó en Alemania tras ser detenido cuando regresaba de un acto en Finlandia, sus vecinos creyeron que el peregrinaje había tocado a su fin. Pero la decisión de la justicia germana de entregarlo a España sólo por un delito de malversación -lo que impediría juzgarlo este otoño por rebelión como al resto de los secesionistas presos- obligó al Supremo a retirar la euroorden de captura. Y Puigdemont volvió a finales del pasado julio a su mansión de Waterloo, vigilada día y noche por "mossos" supuestamente voluntarios que le regalan sus días de asueto. Junto a su puerta una pequeña placa reza "Casa de la República", aunque las banderas catalanas que la flanqueaban fueron arriadas esta semana.

Desde ese cuartel general, Puigdemont dedicará agosto a afinar sus próximos pasos, orientados a mantener viva y controlada la llama de la insurrección independentista. Es su única esperanza de salud ya que, según pasan los meses, crecen las posibilidades de que el Govern de la Generalitat y los partidos independentistas tomen más y más decisiones autónomas. Y con ellas, se agranda también la perspectiva de que su figura vaya difuminándose hasta desvanecerse.

Para evitarlo, Puigdemont planea anunciar a partir de septiembre la constitución efectiva del Consejo de la República, una especie de "gobierno" en el exilio, y sobre todo, la puesta en marcha de la Crida Nacional per la República, el movimiento político transversal en el que aspira a integrar, con escasos visos de éxito, a todo el frente secesionista. En paralelo, debería arrancar la Asamblea de Electos, suerte de parlamento paralelo compuesto por más de 4.000 personas que desempeñan o han desempeñado cargos de diputados, alcaldes o concejales.

Para evaluar las posibilidades de éxito de las injerencias de Puigdemont hay que orientar la lupa al actual panorama político catalán. En primer lugar, está el Govern de coalición entre Junts per Catalunya (JxC) y ERC, presidido por Joaquim Torra, un fiel del expresidente al que sus detractores llaman "el valido" o incluso "el secretario". Torra, un hombre oscuro del entramado civil del secesionismo, llegó a la presidencia tras fracasar los intentos de investir al huido Puigdemont y a los encarcelados Jordi Sánchez y Jordi Turull. Contó con los votos de JxC y ERC, y con los de la CUP, que acto seguido pasó a una oposición en la que se mantiene, convencida de que el gabinete hace autonomismo con instrumentos neoliberales. En consecuencia, Torra sólo tiene el sustento de 66 de los 135 diputados autonómicos y está a dos de la mayoría absoluta, una minoría que se agrava al estar suspendidos seis de esos diputados por su condición de procesados. Pero, además, el conglomerado que le apoya se ha convertido, por decirlo sin tapujos, en un carajal.

En primer lugar, JxC no es, ni de lejos, el PDeCAT, la refundada Convergencia de Pujol y Mas. JxC fue la lista que montó Puigdemont desde Bruselas, con escasa participación del PDeCAT, y que, pese a los sondeos, logró en las autonómicas de diciembre 34 diputados (dos más que ERC y dos menos que Cs) gracias al apoyo de la red clientelar que en la Cataluña profunda tiene tejida la burguesía catalana desde el siglo XIX.

De ahí que, tras asentarse en el Parlament, Puigdemont pasara a tomar al asalto el propio PDeCAT, dividido desde la fallida proclamación de la República entre partidarios de rebajar el tono y defensores de intensificar la confrontación, y cuyo grupo parlamentario en Madrid, salido de las elecciones de 2016, le ha resultado tan díscolo que apoyó a Sánchez en la moción de censura contra el parecer del huido.

El palo y la zanahoria

El expresident logró el control del PDeCAT en el congreso del pasado julio, aunque con una contestación interna del 35% cuyo reflejo en el grupo parlamentario de Madrid es aún mayor. Tal vez por eso todavía no ha acometido el relevo en la portavocía que ejerce Carles Campuzano, quien debería ser relevado por su fiel Miriam Nogueras. En todo caso, los díscolos se oponen a la disolución en la Crida y son partidarios de combinar el palo y la zanahoria para tratar con Sánchez.

El choque de Puigdemont es aún mayor con ERC, cuyo líder, Oriol Junqueras, lleva nueve meses encarcelado, y cuya secretaria general, Marta Rovira, está huida en Suiza. Las desavenencias crecieron durante las semanas previas a la fallida proclamación republicana y reventaron cuando ERC quedó por detrás de JxC en las autonómicas. De las tres patas políticas del independentismo (PDeCAT, ERC y CUP), los de Junqueras son los más veteranos, pues sus orígenes se remontan al 18 de julio, sí, de 1922, fecha de fundación de Estat Catalá, formación (todavía hoy viva por su cuenta) de la que nació ERC al llegar la II República Española en 1931. De hecho, la estelada no es sino la bandera de Estat Catalá.

Tras las elecciones de diciembre, quedó claro que ERC quería bajar el tono. Su independentismo no es oportunista (Mas) ni desesperado (Puigdemont) sino el resultado de un combate plurigeneracional basado en dar pasos hasta alcanzar la meta. Y sus análisis les dicen que la actual tentativa está agotada: toca replegarse, reagrupar fuerzas y recuperar una acción de Gobierno muy descuidada durante estos años y cuyas perspectivas se han vuelto más halagüeñas con el acceso del PSOE a Moncloa.

De ahí que, sin gritarlo, la letra pequeña de sus declaraciones de estos meses desvela su hartazgo de Puigdemont y su voluntad de hacer política desde el Govern y desde el_Parlament. No quieren dejarlo tirado y ser tachados de traidores pero lo preferirían callado. Y por supuesto, de la Crida, que despachan como un intento de recomposición del centro-derecha, no quieren saber nada.

Sin embargo, la efectividad de las intromisiones del expresident es tal que, estos días, ERC ha vuelto a alzar la voz para no perder comba. A fines de julio, su diputado Tardá no sólo apoyó la idea del encarcelado Jordi Sánchez (JxC) de negociar con el Gobierno socialista un referéndum de autodeterminación sino que llamó a la desobediencia si no se logra.

La toma del PDeCAT y este renacer del encrespamiento de ERC salpican de plano a Madrid, donde Sánchez no puede prescindir de los 17 diputados secesionistas para sacar adelante sus iniciativas. Se ha visto en el rechazo al techo de gasto -ahí era fácil oponerse porque la batalla del Gobierno estaba perdida- y se volverá a ver. Aunque en realidad el choque frontal sólo beneficia a Puigdemont, que añora el clima de enfrentamiento con Rajoy. Quienes quieren hacer política en Cataluña saben, por el contrario, que jugarle con astucia a Sánchez permitirá blindar competencias, desbloquear leyes, mejorar la financiación y allanar el camino a una futura reforma constitucional.

Así las cosas, el último sondeo del CIS parece indicar que el posibilismo de ERC goza de mayor aceptación ciudadana que el belicismo de Puigdemont. Según una proyección difundida el viernes, del actual 9 a 8 favorable a ERC se pasaría a un rotundo 15 a 4. Demasiado contundente para ser un puro producto de cocina.

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