Fernández de Sousa, la estafa del mal menor

Reconoció conductas irregulares “impuestas por el mercado” para salvar Pescanova SA a toda costa, pero nunca que fueran un delito

Manuel Fernández de Sousa, en una entrevista concedida a FARO en 2012.   | // RICARDO GROBAS

Manuel Fernández de Sousa, en una entrevista concedida a FARO en 2012. | // RICARDO GROBAS / Lara Graña

Lara Graña

Lara Graña

Una de las atenuantes formuladas por la defensa de Manuel Fernández de Sousa-Faro (Mérida, 1951) fue la de la confesión. Ya durante el juicio, celebrado en la macrosala de la Audiencia Nacional en Alcalá de Henares, reconoció prácticas irregulares al frente de Pescanova SA. A su manera, eso sí. “Teníamos que mantener los puestos de trabajo. No se ha perdido uno, algo habremos hecho bien. Usted haría igual”, espetó el expresidente al fiscal, Juan Pavía. El objetivo era conseguir colocar a la compañía en la cima mundial de facturación. “Hoy sería la primera del mundo”. Por eso, entre un océano de explicaciones y contradicciones, trazó más bien un pretexto que una confesión en sentido estricto. “Lo cierto es que del discurso del presidente de la sociedad al narrar las actividades llevadas a cabo como consecuencia de la restricción bancaria, se podía deducir que trataba de justificar su actuación [...] ni siquiera después del juicio ha demostrado comprender el alcance de las decisiones adoptadas y los enormes perjuicios que tales decisiones han conllevado”, resumió la sentencia de la Audiencia Nacional. La red de empresas instrumentales, la facturación falsa, la venta de acciones antes justo del preconcurso, la ocultación de filiales, el trasvase de deuda entre empresas... todo merecía la pena. Hubo irregularidades, sí, pero fueron un mal menor para salvar un proyecto monstruoso al que nunca, pese al catastrófico final, le ha puesto pegas.

No fue el crecimiento desbocado de Pescanova, a base de crédito, lo que, a su juicio, terminaría por derribar la compañía. “Eran proyectos únicos y fantásticos”, exponía Fernández de Sousa en aquella sala. “Aun con las cuentas corregidas se facturaron 1.400 millones de euros. Imagine que hubiesen subido los precios entre un 30 y un 40%”. Eran cuentas corregidas, en efecto, porque las que había confeccionado su equipo –condenados a prisión, pero con penas inferiores a los dos años– eran un colosal fake. Tan alejado estaba de una autocrítica que exhibió su malestar, con cero disimulo, cuando el fiscal hacía referencia a distintos proyectos acuícolas fallidos de “aventuras”. Reconocer irregularidades sin admitir que son prácticas que no se pueden hacer en una empresa, constata ahora el Supremo, no es una confesión. “Para hacerse acreedor de esta atenuante –expone el fallo, difundido esta semana y que condena a Sousa a seis años de cárcel– no basta con decir la verdad de lo ocurrido. Es preciso admitir que dichas conductas asumidas resultan constitutivas de delito, extremo que en ningún momento reconoció Manuel Fernández”, dice literalmente la sentencia del alto tribunal.

Porque el directivo cargó en sus declaraciones contra la banca –la acusó de usura–, los consejeros críticos –de causar la quiebra por falta de compromiso con el proyecto– o la auditora –por incompetente–, pero en ningún caso puso en cuestión que invertir más de 830 millones en cinco años, sin fondos propios para hacerlo y solapando créditos para satisfacer intereses y vencimientos, no es un buen plan estratégico. Lo dibuja con claridad el Supremo: “Este reconocimiento aparece animado por la idea de salvar lo salvable, en términos de continuidad de la empresa y con miras a la protección del propio patrimonio. Pero no se extiende a la asunción de que dichas prácticas, pergeñadas y ejecutadas bajo la dirección del acusado, resultaban idóneas para captar inversores o posibilitar la obtención de recursos externos”. Es más, “presenta y asume la realización de esas prácticas como una suerte de comportamiento inane, que le fue impuesto por la realidad del mercado”. Por culpa de la banca, la auditora, sus socios o la mala suerte. No por la suya.

La venta de la salmonera

Viajamos a febrero de 2013. El informe preliminar de auditoría recomienda aprobar las cuentas que, según el equipo de Sousa, serían “mejores de lo esperado” y en las que figuraba una tesorería de 140 millones. De repente, el expresidente comunica al núcleo duro del consejo de administración que la compañía requería de manera “acuciante” un préstamo de 50 millones. Pero no de la banca –porque no lo validaría–, sino de los propios socios. ¿Cómo era posible, teniendo 140 millones en caja? Esa petición fue rechazada, momento en que Sousa reconoció a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) que Pescanova SA tenía que ir a preconcurso. Había intentado vender una filial salmonera, para generar liquidez e ingresar ese dinero urgente, pero no había cerrado el trato. Ahí fue cuando todo saltó por los aires, no por una asunción voluntaria de los errores cometidos. Y así lo expone el Supremo. “Ni siquiera puede sostenerse, con motivo bastante, que en un determinado momento y de manera espontánea comprendiera el acusado la necesidad de poner fin a los daños que la conducta emprendida pudiera causar a perjudicados futuros [...] Y es a partir de aquí que el acusado, siempre con el propósito de salvar, en lo posible, la continuidad de la empresa, –y no con la intención ni el efecto de reparar o paliar los daños que ya se hubieran producido para terceros--, resolvió contratar una auditoría forensic, comunicar a la CNMV, contratar una empresa especialista en derecho concursal y, a la postre, promover la declaración de concurso de la empresa”.

Es más, durante el juicio, en una declaración que se prolongó durante unas veinte horas, Fernández de Sousa culpó a los accionistas críticos de precipitar la suspensión de pagos, no que ésta obedeciese a su calamitosa gestión financiera para ocultar la quiebra del grupo pesquero. “Nos hubiese salvado todo el año. Les pedí ayuda solo por un mes”, dijo en referencia a los socios François Tesch (Luxempart), José Antonio Pérez-Nievas (Iberfomento) y José Carceller (Damm). “Se lo pedí solo por un mes, una ayuda para vender”, repitió. De haberlo logrado, quizás, todo el ramillete de prácticas ilegales que devinieron en el mayor concurso no inmobiliario de la historia de España –3.650 millones de euros de pasivo– habrían quedado bajo la alfombra. Un secreto más de una gestión personalísima.

Así es que “la conducta del acusado vino presidida no por el intento de mitigar los perjuicios causados o de evitar otros futuros daños a terceros, sino por la exclusiva procura del interés de la propia Pescanova”. El fin justificando los medios; el mal menor.

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