Perfil: Manuel Fernández de Sousa

El fin de la escapada

No le bastaba con liderar la mayor empresa pesquera de Europa: quiso presidir a toda costa el gran “holding” industrial del mundo

Manuel Fernández de Sousa en foto de archivo.

Manuel Fernández de Sousa en foto de archivo. / EUROPA PRESS

Lara Graña

Lara Graña

Manuel Fernández de Sousa-Faro fue uno de los grandes líderes globales de la industria pesquera. No encontraba obstáculos, corporativos o financieros, para comprar empresas en Ecuador (Promarisco), Madrid_(Pescafina) o Francia (Seabel) y agigantar un grupo que fue escorando desde un perfil más extractivo, con un centenar de barcos, a otro de cultivo. La acuicultura era “el futuro”; los buques, alguno de mediados de los sesenta, operaban más por obstinación y rutina que a gasoil.

Y cuando Sousa sí encontró estorbos en su camino, con la crisis financiera y el cierre del grifo bancario o por desastrosas inversiones como la de Portugal, fue cuando decidió inventarse una Pescanova paralela, sostenida en un intrincado esquema piramidal que siempre pensó que podría ocultar. Nadie le negaba nada a don Manuel, ni en los despachos de Pescanova en Chapela ni en los de los directores de bancos. No necesitaba papeles; él mismo era Pescanova. El aventajado alumno de Bernie Madoff, como éste, suspendió.

A Sousa –solo uno de su equipo, Joaquín Viña Tamargo, le llamaba solo Manuel– no le bastaba con haber construido la mayor multinacional pesquera de capital europeo sobre los mimbres del grupo que había heredado de su padre. En las presentaciones de resultados –cuando ya las cuentas eran un tremendo fake–, se afanaba en restar importancia a las tres compañías que le antecedían en el ranking mundial. “Maruha Nichiro es solo una trader (de compraventa), Thai Union es de atún en conserva y Marine Harvest se dedica únicamente al salmón”, dijo en la presentación de cuentas relativas a 2011 sobre los conglomerados japonés, tailandés y noruego, respectivamente. Pescanova, en cuarto puesto, era la única a la que salvaba, que con merecimiento debía ser considerada la número 1. Lo intentó con todas sus fuerzas, gastándose 834 millones de euros en granjas de salmón o rodaballo cuando el grupo ya estaba (disimuladamente) quebrado. Hicieron falta meses para deshacer la madeja de filiales, empresas instrumentales y facturas falsas con las que trató de completar su sueño. Su fin, ser el más grande, justificó los medios de engañar a quien se topó en su carrera.

Caprichoso, conspiranoico, letal. La venta de una filial chilena, sobre la bocina del preconcurso, le habría permitido probablemente seguir con el baile de cifras. Pero se retrasó la operación y no convenció a ninguno de sus consejeros para poner sobre la mesa un préstamo exprés que le permitiera seguir girando la rueda del disimulo ante los bancos y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV). La mano de hierro con la que gobernaba era solo de latón con los fondos inversores.

Peculiarmente familiar, sí logró su objetivo de evitar un castigo penal para su hijo y exconsejero Pablo y su hermano Fernández. Por ellos fueron las lágrimas derramadas ante un tribunal. Compartidas, quizás, por la venta de inversiones desastrosas –como la de la playa de Mira– que siempre defendió. Porque eran las suyas. Del número 1.

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