No pueden entenderse las soluciones que Alemania está imponiendo a los países del sur para resolver la crisis del euro sin el contexto de su propia situación política interna. La gran potencia económica continental está convencida, porque es así, de que lleva años siendo la gran pagana de la consolidación de la Unión Europea. No ha habido problemas con esto hasta al estallido de la crisis en las regiones periféricas, a partir de 2008.

Los sentimientos de culpa por el desastre de la Segunda Guerra Mundial han hecho de argamasa para evitar el euroescepticismo. Pero las cosas llevan algunos años que están comenzado a cambiar. La sociedad alemana no cuestiona el proyecto europeo. Pero es creciente la sensación de que el país germano no puede estar financiado eternamente lo que consideran que ha sido una política manirrota de los países del sur. Esto, y otros intereses como el hecho de querer garantizar que la banca alemana cobrará lo que se le adeuda, explica que la austeridad y las reformas estructurales hayan sido la receta única permitida por Alemania y sus aliados.

El país está abocado a destinar el 10 por ciento de su PIB a mantener unido el euro a través de los rescates, pero exige a cambio una fuerte disciplina presupuestaria, convencido de que es la única forma de garantizar su retorno. Una fórmula que se está revelando ineficaz. La Europa del sur no es la Alemania de hace una década -que acometió reformas similares- y el momento económico tampoco es el mismo.

Sin crecimiento, con la economía deprimida por las políticas contractivas y un desempleo imparable, el déficit no encuentra su freno. Tras más de tres años de austeridad (si se pone el inicio en la crisis griega de 2010) la población de los países del sur (la mayoría no se considera culpable de lo sucedido ni de haber vivido «por encima de sus posibilidades») está comenzando a rebelarse. Empobrecida, desorientada y sin esperanza, la mecha de la germanofobia ha prendido, algo que sorprende mucho a la clase política alemana, quizás porque no son consciente del sufrimiento generado.

Frente a esta circunstancia está la postura inflexible de dirigentes como el ministro alemán de Finanzas Wolfgang Schäuble, quien advirtió que no se iba a dejar «extorsionar», cuando llovieron la críticas por la solución chipriota, que no era otra que cargar sobre los ahorradores (es decir la población) el coste del saneamiento bancario del país. Jaleado por la prensa populista germana, empeñada en aplicar clichés y prejuicios sobre la Europa mediterránea, un sector de la clase política alemana, básicamente el centro-derecha de la CDU, no parece dispuesto a moverse de su posición.

Mientras, la socialdemocracia sufre la misma crisis que en muchos otros países del continente: la ausencia de un proyecto alternativo al de la austeridad. Con las elecciones en septiembre, nadie parece querer poner encima de la mesa la cuestión de que si se quiere evitar una quiebra irreparable en la Unión habrá que cambiar de estrategia. En este sentido, la del exministro de Asuntos Exteriores y vicecanciller alemán entre 1998 y 2005, Joschka Fischer, parece ser una de las voces discordantes, pero que anticipa lo que tarde o temprano deberán asumir los alemanes si quieren mantener la unión monetaria y el proyecto político y económico común que, en el fondo, está en la base de su éxito.

Dice Fischer que solo a través de la solidaridad de las deudas contraídas y la mutualización parcial de las futuras podrá estabilizarse el euro. Un planteamiento que implica de forma inequívoca mayor cesión de soberanía de los Estados. «Quienes se oponen a estos cambios porque temen la responsabilidad compartida, la trasferencia de recursos de los ricos a los pobres y la pérdida de soberanía nacional tendrán que aceptar la renacionalización de Europa y, con ella, su pérdida de protagonismo internacional. No hay ninguna alternativa», sentenciaba recientemente Fischer.

El problema es si la clase política, no solo alemana, sino también de los países del sur que se juegan su futuro económico, tendrá la suficiente valentía para dar el paso. Y no parece que los dirigentes que actualmente rigen nuestros destinos se caractericen precisamente por la audacia.