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un inciso

El camino de baldosas amarillas

El camino de baldosas amarillas

De pequeña me encantaban los perros, aunque nunca logré tener uno en casa. Cada vez que lo propuse, la negativa no dejaba margen para la protesta, y mucho menos para la esperanza. Afortunadamente, en el hogar de mis abuelos siempre había algún palleirán dispuesto a satisfacer mis ansias de amistad canina. Eran otros tiempos y la falta de control de natalidad en lo que a perros y gatos se refería me brindaba cachorros constantemente. Por suerte, mi inocencia nunca se preguntó por qué nunca eran partos múltiples o cómo conseguía mi abuelo encontrar tantos vecinos dispuestos a acoger a nuestros cachorros si en aquella aldea solo había dos casas. Cuando tuve edad para atar cabos, me faltó el valor para preguntar.

Pasé muchas horas jugando con aquellos perros. Les ponía agua y comida a las mismas horas a las que yo misma comía. Los limpiaba, les preparaba una cama mullida y calentita en el pajar y paseaba con ellos campo a través. De tanto esmero y dedicación que ponía en su crianza –a uno de ellos hasta le hice su propio carné de identidad, bajo el nombre de Pati Breogán Cachaza–, mis padres llegaron a apiadarse de mí y conseguí llevarme uno a casa. La experiencia no pasó de aquella noche. Vivíamos en un piso y el pobre del perro se pasó las horas llorando. Con todo el dolor de mi corazón, vi cómo Chispita se marchó por donde había venido y no nos quedó otra que vivir nuestro amor en la distancia.

Ya como adulta, nunca fui amiga de tener animales encerrados en pocos metros cuadrados. Ahora soy yo la que recibe la petición de mis hijos y también la que, entendiéndolos, pospone la concesión a la ilusión de tener algún día un refugio en el rural, donde los animales puedan hacer lo que, a mi juicio deben hacer: vivir sin ataduras.

Así es que no tengo mascotas, pero me gustan los animales, y hay do cosas que soy incapaz de tolerar. La primera: que se los maltrate. La segunda: que la persona a su cuidado no cumpla con sus deberes cuando es responsable de su vigilancia. Por ello reconozco que me enerva la gente que no recoge las heces de sus perros en la vía pública, como si fuese algo natural que los demás tuviésemos que sufrir las consecuencias. Ni que decir tiene que el pobre perro únicamente alivia sus necesidades y no es consciente de que su propietario es tan incívico –por no hablar de su concepto de higiene– que las deja en la vía pública para que otro viandante se las lleve en el zapato. Defiendo a ultranza la vigilancia y las multas en esta materia, porque entiendo que a los infractores les molestaría que cualquier persona llevase a sus perros a utilizar el felpudo de su casa para hacer lo que tienen que hacer. ¿O no? La empatía es siempre la voz de la conciencia.

El maltrato. Parece increíble que en pleno siglo XXI todavía haya que hablar de él. La humanidad avanza en muchísimos campos, pero algunos individuos son capaces de evolucionar en aspectos tan extremadamente básicos que, siguiendo las teorías darwinianas, casi deberían estar condenados a la extinción. Abundan ejemplos de cómo el ganado que vive libre en los montes es ajusticiado por personas a las que se les presume –solo presume, ojo– cabeza, pero no corazón.

Los vecinos de San Miguel de Presqueiras encontraron estos días lazos supuestamente pensados para atrapar a caballos y vacas que viven en régimen de libertad en el monte. Pocos metros más adelante el cuerpo sin vida de un potro –presuntamente con marcas de cuerda a la altura del cuello– no dejaba margen a la hipótesis de qué podría suceder si un animal se enganchase en una de estas trampas. La muerte es la mayor de las penas, pero solo pensar en el sufrimiento del animal mientras trata de liberarse lleva a desear que el fatal desenlace llegase lo más rápido posible.

Por desgracia, la barbarie siempre llama más de una vez. De ello sabe mucho la cabaña de O Santo, la que perpetúa el ancestral legado de la Rapa das Bestas de Sabucedo. No en pocas ocasiones équidos de estas manadas aparecieron muertos con heridas de arma blanca o a consecuencia de un disparo. Las estampas demuestran lo cruel y tremendamente injusto que puede llegar a ser el ser humano cuando se encierra en su convicción de que el fin justifica los medios.

La problemática con el ganado mostrenco no es ni mucho menos nueva. Pasa en muchas zonas limítrofes de áreas en las que existen caballos o vacas en libertad. Lo grave llega cuando el ser humano no es capaz de actuar como tal y se cierra al diálogo a o las medidas que su supuesto raciocinio le ofrece como posible solución a un problema. Surgen entonces los cuatreros y los justicieros, tan ciegos que encuentran culpa en el simple deseo del animal de no morirse de hambre cuando el pasto escasea en la cima del monte o cuando el invierno es tan duro que le obliga a moverse para buscar abrigo y poder garantizar la supervivencia. La suya y la de su “familia”.

Propietarios y no propietarios de animales tienen que convivir en armonía. Unos no tienen por qué pagar las decisiones de otros. Hasta ahí de acuerdo. Sin embargo, para tener o tratar con un animal, no basta con ser racional. Hay que tener alma. Quien se sienta tentando a culpar al inocente o a creerse con derecho a causarle algún mal, que siga el camino de baldosas amarillas. Si Dios olvidó su corazón, igual podría rogarle uno al Mago de Oz.

Amores que hacen llorar

Tardé un rato en prestar atención a lo que sucedía, imbuida como estaba en las cosas que tenía pendientes de hacer. Cuando caí en la cuenta, uno lloraba a mi lado y otro ya estaba lejos, avanzando sin poder dejar de mirar para atrás de cuando en vez y secándose las lágrimas. Hace poco más de una semana que a este perro blanco y negro, tremendamente cariñoso, le han puesto el nombre de Bobby. Su actual propietario lo adoptó. Ayer salió de paseo e hicieron escala en la terraza de un bar de A Estrada. Un señor mayor se acercó al perro, que se movía muy nervioso y se abalanzaba hacia él sin parar de mover la cola. Parecía loco de contento. El señor, también. Lo acariciaba sin cesar mientras le dedicaba palabras cariñosas que no pude descifrar. Mi pensamiento no fue mucho más allá de afirmar que a aquel buen hombre le gustaban mucho los animales y que era una persona cariñosa con ellos, que se merecía uno. Sin embargo, la sorpresa llegó cuando el señor se despidió. El perro comenzó a ladrar, de nuevo nervioso, hasta que pasó a emitir un quejido de tristeza. Quizás dolor. Sin parar. El hombre seguía distanciándose, pero de cuando en vez la llamada del can le hacía girarse. La persona que trataba, sin éxito, de consolar al animal me explicó entonces que Bobby atiende hace pocos días a este nombre. ¿Cuál tenía antes? Pues el señor que se alejaba, también llorando, lo sabía bien, porque había sido su feliz dueño hasta que los achaques de la edad le obligaron a buscarle otra familia, con todo el dolor de su entrañable corazón.


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