Historias irrepetibles

La voz del Open Británico

Ivor Robson, un modesto jugador escocés, se convirtió en 1975 en el encargado de anunciar a los jugadores en el tee del hoyo uno

Su estilo sencillo, su rectitud y su tono melodioso le convirtieron en toda una personalidad y llegó a ser el único no ganador del Open que se sentó en la cena de los campeones

Ivor Robson posa con la Jarra de Clarete.

Ivor Robson posa con la Jarra de Clarete.

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

Hay acontecimientos tan grandes que incluso son capaces de conceder enorme popularidad a personajes secundarios, en quienes casi nadie repararía en otro escenario. Es el caso de Ivor Robson, la persona que durante cuarenta años se dedicó a anunciar en el tee de salida del hoyo uno a los jugadores que tomaban la salida en el Open Británico. Algo intrascendente en apariencia transformó a este escocés en una personalidad hasta el punto de ser objeto de deseo de varias firmas que le ofrecieron contratos publicitarios que él, de modo gentil, siempre rechazó porque lo consideraba una forma de pervertir su función y su imagen impecable.

Su rectitud y su estilo tan peculiar para anunciar a los jugadores se convirtió poco a poco en uno de los elementos imprescindibles del Open Británico. Le ayudaba su voz, su tono melódico y lo sencillo de la presentación. Lejos de enredarse enumerando los principales logros de los jugadores, Robson se limitaba a decir el número del partido, el país de procedencia del jugador y su nombre, al que aplicaba una entonación determinada. Todo un arte que atraía también a cientos de aficionados que no querían perderse el particular recital del presentador. Robson sabía lo que hacía. Entre 1964 y 1974 jugó al golf en el circuito escocés aunque siempre estuvo lejos de dar ese salto de calidad que se necesitaba para acceder a objetivos más importantes. Era un jugador sereno en el campo pero que sentía aversión a esos minutos en los que estaba en el tee del uno esperando a ejecutar el primer golpe mientras se anunciaba el partido. Entendía que ese proceso debía ser natural y rápido. Por eso lo tuvo claro cuando el Royal and Ancient Golf Club de Saint Andrews, la máxima autoridad del golf mundial y el organizador del Open Británico, le llamó para que ejerciese de presentador en buena parte de los torneos del circuito europeo y sobre todo en el Open de julio. Robson, que en ese momento acababa de decidir que el golf solo sería su hobby del fin de semana, estaba trabajando en Accles & Pollock, una empresa de fabricación de palos de golf. En principio se trataba de una prueba. Se presentó en el campo de Carnoustie en verano de 1975 para su estreno y ya no se movió del pequeño atril en el que pasaba el día entero anunciando jugadores. Nadie le pidió nada, no recibió más instrucciones que hacer esa función como considerase. El aplicó lo que tenía en mente y todo funcionó a las mil maravillas. Su tono y estilo encajaron con el público que suele asistir al torneo y también con los jugadores.

Robson no tardó en convertirse en una pieza esencial del torneo donde impresionaba por su grado de profesionalidad. El Británico, en sus dos primeras jornadas hasta que se realiza el corte, es el torneo que posiblemente reúne a más jugadores. Ciento cincuenta y seis repartidos a lo largo de una jornada interminable. El primer partido suele arrancar a las siete de la mañana y el último lo hace a las cuatro de la tarde. El único que durante esas diez horas no puede abandonar su sitio es el presentador de los partidos. Durante cuarenta años Robson no se movió un solo día de su puesto por cualquier clase de necesidad o indisposición. Tenía una rutina que seguía con disciplina espartana. Los días del Open Británico apenas comía ni bebía. A las siete de la tarde, cuando ya había acabado la jornada se sentaba a comerse un sándwich y a beberse un par de vasos de agua. Y nada más durante las veinticuatro horas restantes. Era su método, que seguramente le hubiese discutido cualquier nutricionista o médico, pero este escocés entendía que esa era la manera de frenar cualquier deseo de ir al baño durante las diez horas seguidas que se pasaba anunciando jugadores. La propia organización le había insistido en más de una ocasión que no se preocupase, que en la mayoría de los campos por la ubicación del tee de salida había posibilidad de atender cualquier necesidad física en los siete minutos que van del comienzo de un partido al siguiente. Pero Robson fue siempre inflexible y jamás se movió de su puesto. Le atormentaba la posibilidad de no llegar a tiempo o de no cumplir con otras obligaciones como la de revisar que los jugadores llevaban el número de palos que marca el reglamento (a más de uno evitó un disgusto en forma de penalización) o que se presenten a la hora exacta (también hay sanción para la falta de puntualidad).

Con esa conducta y su estilo no es de extrañar que el pelo canoso y la voz de Robson fuesen parte imprescindible del Open Británico. Luego había otra parte importante de todo el proceso que era no fallar en la pronunciación de ninguno de los jugadores. Los nombres de los españoles, que tras la aparición de Ballesteros a finales de los años setenta empezaron a proliferar en los grandes torneos, no le resultaron sencillos, pero sus mayores desafíos llegaron de otras latitudes y provocó que incluso hubiese quien se cruzaba apuestas sobre si Robson saldría airoso del reto. Uno de ellos fue el nigeriano Peter Akakasiaka que en 1988 jugó la Copa Dunhill y el Británico. Robson, celoso de su trabajo, le buscó y pasó diez minutos con él el día antes para estar seguro de que no se equivocaría a la hora de anunciarle. Y lo mismo hacía con los jugadores asiáticos (sobre todo los tailandeses).

Durante tantos años, Robson, que declinaba muchas invitaciones al finalizar la jornada para compartir pintas y conversación por su temor a que eso afectase a su voz, entabló una gran relación con la mayoría de los grandes jugadores del circuito. En 2015, con 75 años y después de pasar un par de momentos delicados de salud, Robson acordó con R&A que era el momento de irse a descansar y que su siguiente presencia en el Open Británico fuese para disfrutar del juego. La organización se volcó con él en aquella edición. Fue el primero en sentarse en la cena de los campeones sin haber conquistado el torneo y en los postres le entregaron una réplica de la Jarra de Clarete idéntica a la que se lleva cada verano el ganador del Británico. Ese mismo año, que se jugó en Saint Andrews, fue la última participación también de Tom Watson que le regaló la bandera del hoyo 18 que le habían entregado los organizadores con una sentida dedicatoria: “Ha sido un placer hacer este viaje juntos. Disfruta de la jubilación Ivor”. Robson se fue de su atril lamentando solo una cosa durante los cuarenta años de servicio al Open Británico y el golf. El día que después de la jornada Severiano Ballesteros le invitó a ir con él al campo de prácticas a pegar unas bolas y ajustar algunos detalles del juego y, por vergüenza, dijo que no. “Me arrepentí de aquello toda la vida. Seve era el mejor”, reconoció poco después.

Ivor Robson se apartó del golf y no volvió al Open, pese a las continuas invitaciones que recibía, hasta el año pasado en la edición 150 del torneo en Saint Andrews. Era una cita ineludible y ni los problemas de salud le impidieron que se acercarse a saludar a los viejos amigos y a conocer a aquellos con los que ya no tuvo la oportunidad de coincidir en el tee del hoyo uno. Fue su última aparición en público. Hace unas semanas con 83 años y muy debilitado murió en su casa de Escocia. Las gaitas sonarán en su honor en el Open Británico del próximo año.

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