Maradona llegó a la ciudad cuando había dejado de ser Dios y se había convertido ya en profeta de sí mismo. La expedición del Sevilla tardó en llegar al hotel Ciudad de Vigo en el que (¡qué tiempos!) los periodistas locales esperaban al rival del Celta. Ahora eso ya no sucede. El fútbol, las previas, todo lo que lo rodea tiene de todo menos alma y la aparición del “10” en nuestra ciudad aún se la otorgaba. Épocas de un deporte que tenía reyes y no mercenarios.

Era su segundo partido en Balaídos. Con anterioridad había pisado el verde vigués como azulgrana. Diego Armando Maradona, pese a todo el significado de su tramo decadente, entrañaba lo que el fútbol de ahora ha perdido: embrujo.

La llegada del crack a Vigo confería a aquella tarde de noviembre de hace (¡uff!) veintiocho años (Borrell y Fraga inauguraban ese día el último tramo de la autopista que unía Vigo con A Coruña) una magia que la diferenciaba de otras que se sucedían cada quince días en los hoteles de la ciudad en los que se hospedaba el rival del cuadro vigués.

La expedición llegó tarde. De aquel equipo ya se empezaban a difundir “off the record” las andanzas de un vestuario en el que el “Pelusa” dejaba su impronta. Su liderazgo tenía marca de la casa tanto de puertas hacia adentro como sobre el terreno de juego. De esto último nos quedó claro a todos los que asistimos al famoso encuentro pitado por Diaz Vega al día siguiente. Sin firmar el partido de su vida condicionó el desarrollo de un choque que ha pasado a formar parte de la historia negra del Celta en Balaídos.

Maradona entró al hotel situado frente frente a la Praza da Estrela, en Concepción Arenal, cuando era noche cerrada. Ya era tarde para el periódico. Su presencia daba lustre a un grupo comandado por Bilardo en el que Polster, Suker, Dassaev o Pineda ejercían de lugartenientes de lujo en el club del Nervión.

Llegó con mucha prisa. Recogió las llaves de su habitación en recepción y se dirigió como un cohete a descansar. Solo le esperaban cuatro aficionados, que no supieron de él. Pero si alguien tenía que hacer unas declaraciones aquel día era él, el mismo que portaba bajo su brazo unas cintas de video y que ya estaba dentro del ascensor, a punto de marcar el piso del dormitorio. Entonces el instinto llevó mi mano a su brazo, le agarré, me miró sorprendido, asustado incluso. Alguien del club sevillista me agarró a mí por detrás en defensa del astro. Solo me dio tiempo a insinuarle que llevábamos horas esperando por sus palabras y que no merecíamos regresar de vacío a la redacción. Era Maradona. No se inmutó. Salió del ascensor y me dijo: “Vale, pero solo dos preguntas”.