Nació en Villa Fiorito, en la periferia sur de la ciudad de Buenos Aires. Casitas humildes y comidas a veces furtivas. Un padre que llevaba el dinero apenas para la supervivencia. “Yo crecí en un barrio privado..., privado de luz, de agua, de teléfono”, diría con ironía al revisar esos días.

LOS INICIOS

Maradona debutó a 10 días de cumplir los 16 años con Argentinos Juniors frente a Talleres de Córdoba. No existen siquiera filmaciones de ese momento que muchísimos argentinos dijeron presenciar. Por eso, aquel día se inició el mito. Maradona recibió el balón y realizó un caño a un veterano. Pocos meses más tarde, César Luis Menotti lo hizo formar parte del combinado que se preparaba para el Mundial 1978. Sin embargo, el entrenador no lo llevó al certamen. Diego lloró al enterarse. Maradona jugó en 1981 en Boca Juniors. Fue la antesala del traspaso millonario al Barça. Pero antes tuvo lugar el Mundial’82, que coincidió con la guerra por la posesión de las islas Malvinas. Hasta Diego se ofreció ir como voluntario en las horas que el nacionalismo retórico le hacía un inmenso favor a la dictadura. Argentina perdió la guerra y el Mundial.

BARÇA Y NÁPOLES

El Pelusa inició a partir de 1982, y mientras su país comenzaba a transitar los últimos meses de la pesadilla dictatorial, su carrera en el exterior. Estuvo en Barcelona junto con Menotti durante casi 700 días. Se esperaron días rutilantes. Pero Maradona tuvo solo apariciones efímeras. Una hepatitis y luego aquella embestida de Goikoetxea marcaron sus pasos por Barcelona. También inició su inmersión en el mundo de la noche y la droga. Luego llegaría al sur italiano como una fuerza tectónica. Diego vistió la camiseta de Nápoles por 1.200 millones de pesetas. Y ahí, en la Italia más pobre, el mito cobró forma. Fue el artífice de los dos Scudettos, la Copa de Italia, la Supercopa de ese país y única Copa de la UEFA. Diego fue una deidad profana, un símbolo de pertenencia, un horizonte.

MÉXICO 86

Si algo definiría a Diego sería el Mundial de 1986. Argentina se clasificó en el último minuto ante los peruanos. La selección de Carlos Bilardo era blanco de críticas furibundas que hasta alcanzaban a su estrella. Algo, sin embargo, empezó a cambiar a partir del debut ante Corea del Sur (3-1). Pasaron Italia y Uruguay. Llegó Inglaterra, cuatro años después del conflicto de las islas australes, y aquel gol con la mano, fruto de una picardía que intentó explicarse en clave de una colectividad transgresora. El segundo gol a los ingleses tuvo la marca de una epopeya personal. El relato radiofónico de aquella proeza, realizado por el periodista uruguayo Víctor Hugo Morales, concluyó con aquella pregunta que por estas horas recobra su actualidad: “¿De qué planeta viniste?”. Lo llamó también Dios y los creyentes se persignaron al oír su nombre. Hasta fundaron una Iglesia, con su decálogo y sus sermones. Finalmente tuvo su Copa. Nunca se había llegado tan alto y sobre los hombros de una sola persona. Maradona se transformó definitivamente en Diego, el Diego, el hombre al que todo sería perdonado, sus deslices, contradicciones y caídas.

LA DECADENCIA

Se fue a Sevilla pero sus perlas irrumpieron a cuentagotas. Retornó a Argentina y profundizó su pendiente. Tuvo su primera causa por drogas. Lo fotografiaron en un coche policial y con la cabeza cubierta. Ya nada sería igual en adelante. Su paso por Newell’s Old Boys fue breve y desconcertante. Los incidentes se repitieron en serie. Lo sacaron del Mundial 1994 por haber consumido efedrina. “Me cortaron las piernas”, dijo. Lo que siguió fue un lento e inexorable declive. Sus dos nuevas incursiones en Boca Juniors fueron insípidas. Se despidió del fútbol en 2001 como si estuviera frente a un confesionario colectivo. “Me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”, dijo tras su último partido homenaje.

EL FINAL

Fuera de la cancha, nunca encontró la sosiego. No pudo. No supo. Los escándalos lo siguieron como una sombra. Tuvo dos hijas con su primera novia y esposa, Claudia Villafañe. Luego reconoció a otros tres. Y además en La Habana hay tres que esperan una confirmación judicial. Hubo años en que parte de los argentinos se fastidiaron con Diego. Sus contradicciones, a veces oceánicas, no fueron otras que las de una sociedad que lo celebró, explotó como un recurso natural y también crucificó.