Dorando Pietro era un diminuto italiano de 1.59 metros y al que le gustaba correr desde niño. Era ligero y fibroso, condiciones ideales para el atletismo. Llegó a él casi por casualidad. Tenía diecinueve años cuando Pagliani, el mejor atleta italiano que había a comienzos del siglo XX, llegó a Carpi –donde vivía Pietri– y se organizó una carrera para competir contra él. Allí se presentó Pietri y ganó. Ese día se convenció de que sus piernas le podían conducir a triunfos importantes y se tomó en serio el deporte Llegó en París el primer triunfo internacional y en 1907 ya era el mejor atleta italiano desde los 3.000 metros al maratón.

Pietri se obsesionó entonces con triunfar en los Juegos Olímpicos que se disputaban en Londres en 1908. Inglaterra y especialmente la Casa Real estaban decididos a que fuese una competición inolvidable. Las autoridades hicieron una fuerte inversión económica y se construyó el estadio olímpico en White City, un lugar nada recomendable, repleto de ladrones y prostitutas, que la Policía limpió convenientemente las semanas previas. Querían unos Juegos victorianos, que sirviesen para dar en el exterior la imagen de un país moderno, abierto y apasionado por el deporte. Los reyes vivieron con extraordinario interés el desarrollo de la competición e incluso se permitieron algún capricho que tendría trascendencia histórica. Sucedió con el maratón, una carrera que solía tener algo menos de 42 kilómetros (por aquel entonces la distancia no estaba homologada). Los reyes insistieron en que la salida de la legendaria prueba se diese frente al Castillo de Windsor. La distancia hasta el estadio olímpico de White City era de 42 kilómetros y 195 metros, medida que en 1921 la Federación Internacional decidió homologar y razón por la cual hoy en día se corre esa distancia en los maratones. Y todo por el antojo de un rey.

El 24 de julio, a las dos y media de la tarde y con una temperatura excesivamente alta, partieron los 56 atletas que se inscribieron en la carrera. Sin apenas referencias unos de otros Pietri contaba entre los favoritos, aunque el público que llenaba las calles de Londres confiaba en el comportamiento del potente equipo británico, preparado a conciencia para conquistar la prueba reina del atletismo.

Los ingleses arrancaron decididos en cabeza, aunque mediada la carrera comenzaron a ceder ante el empuje del australiano Hefferson y del propio Pietri que se situaron al frente. Hefferson atacó en el kilómetro 30 y no tardó en descolgar al italiano. La ventaja llegó a ser de cuatro minutos antes de que el australiano comenzase a desfallecer de forma exagerada. Pietri, alertado por los miembros de la delegación italiana, apretó el ritmo y en el kilómetro 39 se situó al frente de la carrera. Ya estaba en las calles de White City, la gloria olímpica le esperaba unas manzanas más allá y no parecía que el empuje de los americanos que le perseguían, liderados por John Hayes, fuese suficiente para evitar su triunfo. El problema es que al pequeño Pietri ya no podía con las zapatillas. Entró en el estadio y, ciego por la deshidratación y el esfuerzo, comenzó a dar la vuelta a la pista en el sentido contrario al que debía. Los jueces le alertaron y al dar la vuelta se cayó el suelo ante la conmoción de los espectadores entre los que se encontraba la compungida reina Alejandra, emocionada ante aquel drama. Pietri se levantó, no podía correr y comenzó a caminar en dirección a la línea de meta de la que le separaban poco más de 300 metros. Volvió a caerse y los jueces comenzaron a darle masaje en las piernas para ver si se recuperaba. Fue imposible, a poco más de diez metros de la meta se fue al suelo nuevamente. Entonces entró en el estadio el americano Hayes y los que rodeaban y animaban a Pietri intuían que aquel cuento iba a tener el peor de los finales. Entonces le obligaron a levantarse y casi en volandas, sosteniéndole por un brazo, le llevaron a cruzar la línea de meta mientras la reina lloraba en el palco.

Los americanos, ajenos a aquel ambiente, reclamaron y los jueces se vieron en la obligación de darle la medalla de oro a Hayes y descalificar a Pietri que se quedó de golpe sin la gloria olímpica. Alentada por Arthur Conan Doyle –uno de los testigos del drama ya que había aparcado temporalmente las novelas de Sherlock Holmes para ejercer de cronista oficial en los Juegos–, la reina recibió al día siguiente a Pietri y le entregó una copa de oro como premio a su generoso esfuerzo. "No tengo diploma ni medalla ni laurel que entregaros, señor Dorando, pero he aquí una copa de oro, y espero que no os llevaréis únicamente malos recuerdos de nuestro país", le dijo. Pietri le sacó rendimiento a la derrota. Comenzó a aparecer en todo tipo de espectáculos, le contrataron para correr en Estados Unidos e hizo el dinero suficiente para montar algún negocio y disfrutar de una vida algo cómoda. Célebre por la derrota y por la forma de perder.