Centenario Celta

El clamor del Celta

María Oruña, escirtora

María Oruña, escirtora / Marta G. Brea

María Oruña

María Oruña

Dicen que estaba a punto de terminar el siglo XIX cuando, en los viejos muelles de la ciudad de Vigo, los empleados británicos de una empresa de telégrafos –cuya misión era comunicar la gran isla con nuestra península– comenzaron a jugar al fútbol en sus ratos libres. Poco a poco, el juego se fue haciendo popular en la ciudad, hasta que se fundó el Real Club Celta en 1923, uniendo los equipos preexistentes del Fortuna de Vigo y del Vigo Sporting.

No crean que puedo contarles mucho más sobre el fútbol olívico, pues a lo máximo que alcanzo es a saber que son 11 los jugadores que se desplazan por el césped y que hay un número variable de suplentes para hacer los cambios. Que no es que no me guste el deporte, pero me aburre horrores contemplarlo. En consecuencia, nunca he prestado mayor interés al asunto, aunque el Celta tenga más de 15.000 socios y aunque, como buena viguesa, conozca su histórica rivalidad con el Real Club Deportivo de A Coruña.

En los últimos tiempos, Antón Álvarez –más conocido como C. Tangana– ha dado un impulso al patriotismo celta con el nuevo himno para el club, y de pronto el que más y el que menos parece sentir esa morriña y orgullo de ser de aquí, como si acabase de ver un anuncio del GADIS.

'Oliveira dos Cen Anos': el impactante vídeo del himno del centenario del Celta

R. V.

Por mi parte solo he accedido en un par de ocasiones al famoso Estadio de Balaídos, y no fue por ver el fútbol, sino porque trabajaba como azafata en un evento –esos trabajos de estudiante universitaria, ya saben–. Sucedió hace muchos años, y recuerdo haber pensado que la jornada iba a implicar un cúmulo de horas de aburrimiento mortal; yo solo tenía que entregar unas tarjetas al público mientras se desarrollaba el partido, y resultaba previsible que ni mis compañeras de trabajo ni yo misma íbamos a tener especial éxito. Cumpliéndose el aciago pronóstico, en efecto casi nadie nos hacía caso mientras se desarrollaba el juego, de modo que comenzamos a observar lo que sucedía en el campo. Nada llamaba especialmente mi atención.

Sin embargo, ante los giros y sorpresas de cada nueva jugada, un murmullo creciente comenzó a palpitar en los palcos. La gente empezaba a cantar, o a gritar alguna frase concreta en un acuerdo tácito e intuitivo, como si todos latiesen en un mismo corazón. Era un clamor fuerte que se te colaba dentro, como cuando entras en una discoteca y el ritmo está tan alto y tan marcado que se te instala en los pies. Observé la masa desdibujada que, de forma mágica, se ponía de acuerdo en apoyar o vitorear a este o aquel jugador, o en quejarse ante la supuesta injusticia de la tarjeta sacada por un árbitro. Y pensé que había algo ancestral en todo aquello, en ese espíritu de guerra y en la necesidad primaria de pertenecer a algo, de formar parte de un grupo que caminase contigo en una misma dirección. Supongo que por eso el fútbol es tan poderoso, porque ofrece una patria propia, común y ajena –en lo posible– a política, ideología y religión.

Recuerdo que, aquellas tardes en el estadio de Balaídos, hasta yo canté un gol y sonreí ante la victoria del Celta. Ya lo decía Martín Códax en el siglo XIII y lo reitera Tangana en su himno: algo habrá en las ondas do mar de Vigo, en ese azul que instala un escudo en el pecho y que a los vigueses nos anima a caminar juntos sabiendo que, si se mantiene esa alianza, el horizonte olívico es infinito.