Su historia casi hay que empezarla por el final. Roberto Trashorras llegó a Primera División con treinta años. Más allá de un partido casual que jugó en Riazor en su etapa de juvenil del Barcelona, su aparición en la máxima categoría del fútbol español se produjo cuando ya había cumplido la treintena y en un equipo de barrio, el Rayo Vallecano. Muy lejos de los grandes escenarios, de la gloria que su calidad anunciaba. Pero este vecino de Rábade (Lugo) pocas veces encontró el viento de cola que impulsase su carrera, esa casualidad que le colocase en el lugar perfecto para dar un brinco o esa persona que se jugase el bigote por él cuando lejos de preocuparse por su infinita calidad el público parecía más preocupado por el nivel de sudoración con el que acababa los partidos.

Ayer dijo adiós uno de los grandes futbolistas que ha dado Galicia en décadas. Uno de los más injustamente tratados por el entorno malicioso que a veces envuelve este deporte capaz de entregarse de forma ciega a quien corre por el campo sin ningún sentido y se pasa la vida sospechando de quienes son capaces de jugar al fútbol en dos metros cuadrados. Trashorras se despide del fútbol con una carta emocionante dedicada a ese juego que ha sido su amigo desde que siendo un niño entró en las categorías inferiores del Villalbés. En Lugo no tenían duda de que habían descubierto a un genio absoluto. Y durante un tiempo lo pensaron también en Barcelona a cuya cantera llegó en 1996 (con 15 años) pero de la que solo salió para debutar en Riazor y en un partido de la Champions contra el Wisla de Cracovia en el que sustituyó a Luis Enrique. Luego volvieron las sospechas habituales sobre su juego, su velocidad, su escasa intensidad. Nadie se fijaba o priorizaba su capacidad para bailar con el balón, para construir el juego o para encontrar pases donde otros solo veían bosques de piernas. El Real Madrid le fichó en 2003 y aquello se presentó como un movimiento magistral de Valdano para arrebatarle al Barcelona uno de sus grandes valores de futuro. Pura propaganda. Nadie reparó en él pese a su papel esencial en el ascenso a Segunda del Castilla. Las promesas incumplidas se convirtieron en habituales compañeras de viaje. Dos años después se cansó de esperar e inició una travesía rocambolesca que le llevó al Numancia, al Las Palmas y finalmente al Celta en 2008. Los años oscuros en Vigo. Aquella estancia dolorosa en Segunda División en la que él fue el principal faro de un equipo repleto de chavales formados en A Madroa. En aquellas tres temporadas Trashorras estuvo siempre en el centro del debate. En la grada y en su propia caseta donde sus entrenadores pasaban de quererle con locura a arrinconarlo en el banquillo. Para el gallego la estancia en Vigo era un desafío importante: regresaba a su tierra con el ilusionante objetivo de devolver al Celta a Primera División. Era el camino más corto para convertirse en jugador al fin de la máxima categoría. Lo que su calidad merecía, pero el fútbol le negaba. Sin embargo unos penaltis en Granada lo impidieron en su última temporada con la camiseta del Celta. Aquella noche calurosa de junio en Los Cármenes Trashorras fue suplente, un aviso de lo que vendría después. Porque Herrera decidió prescindir de él en verano de 2011. Se acababa el debate eterno que en Vigo se organizaba en torno a su figura y con el que aprendió a convivir.

En Vallecas, en un equipo humilde y de la mano de un entrenador (Paco Jémez) que montó el equipo a su alrededor, Trashorras pudo disfrutar al fin de la Primera División. Para mucha gente se convirtió en un enorme descubrimiento aquel mediocentro que jugaba al fútbol con una naturalidad impropia del estresante ritmo que se maneja hoy en día en este deporte. En el Rayo disfrutó de reconocimiento y de años compartiendo categoría con muchos de los que pertenecían a su misma especie. La pasada temporada rescindió su contrato en enero y tras unos meses de descanso y meditación, ayer hizo pública su cariñosa y emotiva despedida a un juego que siempre se preocupó por respetar.