"Un pueblo que pierde la capacidad para convocar una reunión alrededor de la barra de un bar es un pueblo muerto. Da igual que tenga aún habitantes. Como pueblo es un cadáver" (Juan Tallón, "Mientras haya bares", 2016).

El largo confinamiento, otrora, y las restricciones impuestas en la nueva "normalidad", conjugadas con el cierre por vacaciones, ora, mi barrio se asemeja a las predicciones del periodista y escritor oriundo de Vilardebós. Este silencio mortecino me llevó a releer la divertida obra de Tallón. Defendía, tras su obra, que "el bar es un lugar donde transcurre la vida, de una forma más minimalista quizás, y que se puede ver el mundo entero a través de él. No hay que desaprovechar la ocasión de entrar en uno, porque puede ocurrir un milagro".

A diferencia de los sajones, no vamos a la búsqueda de alcoholizar nuestras venas para aliviar tribulaciones, narcotizar la mente, rendirnos a un sueño huidizo. Entramos en los altares de Baco, al encuentro del rezo pagano colectivo con el amigo, el tabernero, o un desconocido que, de pronto, se abre a confidencias. El templo invita a la charla, libando sorbo a sorbo el néctar servido, entre pincho gastronómico, con el que se afana la cocinera de la casa.

La charla que no cesa. Va de fútbol a ratos largos. De largo se visten las noticias del barrio, de la ciudad prometida e irreal del alcalde. Denotamos tristes ausencias, como nuevas presencias que alegran. Nuevas presencias motivadas por la carestía del tapeo en "los vinos", y que nos hacen sentir orgullosos, solidarios. Hemos ampliado nuestro pequeño mundo. Nos crecemos en esos habitáculos minimalistas. Son nuestras segundas residencias, para quienes carecemos de ellas, más cercanas, y libres de gravamen alguno.

Cuántas veces inmersos en nuestros pensamientos, ensimismados en soliloquios, nuestros andares van al encuentro del bar habitual o circunstancial. Y como confiesa Tallón ocurre el milagro. Ya adentro, compartimos pensamientos propios y ajenos, los soliloquios se ahogan en coloquios. Los tonos de voz van creciendo cuando hay diferencias de criterios. Diferencias que jamás alcanzan escala alguna de improperios, injurias, como acostumbran políticos en sede parlamentaria. Si por alguna circunstancia percibimos malestar, porque un interlocutor es forofo merengue o hincha culé, simpatizante sociata o fervoroso pepero, contar un chiste verde o de otro color es bálsamo de Fierabrás. Si es que la risa es fuente de vida, la alarga.

Hoy mi barrio con bares cerrados es un mundo muerto. Ojalá que ande yo errado, y que cuando amanezca el nuevo día, que lo que haya hoy escrito, no sea más que la resaca de un mal sueño en una noche de molestos calores. Y mañana, como siempre, seguiré, ya abiertos, reivindicando los bares, y, así, no caer en el pecado de la abstemia.