Cuando Irene Montero habló de "portavoces y portavozas" puede decirse que, conscientemente o no, utilizó la dimensión pragmática de la lengua para resaltar la visibilidad del género femenino en el campo específico de la actividad parlamentaria. Cierto que el lenguaje es por su propia naturaleza un instrumento de comunicación humana movedizo, a cuya evolución por el uso ninguna academia puede pretender poner diques absolutos (de modo que cualquier idioma puede considerarse como un ser vivo que cambia con sus hablantes), pero en este caso, aparte de la maniobra política, hay que decir que la feminización de la palabra portavoz, en singular, es innecesaria por redundante, puesto que su propia raíz léxica ( "LA voz") es ya femenina; mientras que en plural, "portavoces", es un término neutro, que vale indistintamente para unos y para otras. De hecho, es uno de los pocos vocablos que cumplen a la perfección la norma de la igualdad de género sin habérselo propuesto, a diferencia de tantos otros referidos a distintas profesiones o dedicaciones (tales como médico, abogado, arquitecto, fontanero, agricultor, etc.) que han de feminizarse necesariamente cuando se refieren a mujeres. Por lo tanto, hay que aprovechar los recursos igualitarios suministrados ya por la lengua usual, y modificar solo aquellos que lo precisen.