No podían desaparecer aquellos vinos que en el siglo XI maravillaban a los peregrinos que llegaban a Santiago.

Eran historias de vidas y de soles y lunas. Eran comarcas y tierras, eran ríos, eran hombres y mujeres que vivían cuidando cepas y amaban el vino y la música. Así era Galicia. Está grabado en las piedras del románico de muchos templos con caras, copas, liras, organistros y gaitas. El buen vino se hacía con uvas de aquí. Llegó la guerra del 36 y la postguerra, que parecía de nunca acabar, con su economía de penuria. Se impusieron las cepas de cantidad y de fuera con poca calidad a las del vino espléndido. Nuestras variedades estuvieron a punto de desaparecer. La penuria, el hambre de aquellos años, necesitaba cantidad. Los tiempos no eran buenos en nada.

Las clases de uvas que los frailes de Europa encontraron en el clima y la tierra que las crearan podían desaparecer. En A Guarda escuché a un viejo marinero decir: “este viño non é aquel, nos somos daquel branco transparente con ribetes verdes como o dos sargazos. Non deste que parece leite e pica na gorxa”.

Hubo una suma de voluntades que querían que el cultivo de las viejas cepas siguiera siendo el amante de comarcas y gentes de O Ribeiro, O Condado, Baixo Miño, Salnés, Ribeira Sacra…que deberían dar nombre a los vinos. Sentirlo fue una alegría de vivir, estar dentro de aquel movimiento, con Ismael Sierra, Daniel Casalderrey, Julián, Sanz Illobre, Iglesias, Horacio de Valdeorras, Ánguiano, Posada, Rebolledo…un orgullo.

Se requirió la ayuda de los hombres del azadón al hombro. Esos sabios que vemos aún ahora en los viejos caminos arrastrando sus enormes conocimientos en silencio.

Tenía que haber un resurgir y lo hubo. Se empujó como las corrientes del Miño, Avía, Armoia, Sil, Verdugo, Umia… cuyas riberas habían quedado desnudas sin sus variedades que entusiasmaron a los frailes exploradores. Ellos lo pregonaron por Europa y atrajeron también peregrinos. No sólo de jubileos vive el hombre.

Pero, en el anfiteatro que hace el Miño al decirnos adiós, sonó un grito o una voluntad y aparecieron otra vez en las riberas de los ríos las viejas cepas. Se pueden ver. En las carreteras hay carteles que guían a las rutas del vino, que ya no es lechoso, ni hace daño en la garganta y vuelve a tener ribetes verdes.

Entre poda, sachado, sulfatado y enterrado de abono muchos agricultores vieron que su sueño se cumplía. Durante muchos años el vino que vendían fue el único dinero que entraba en sus casas. Algunos aún quedan, como “O Ferreiro”. Otros han vuelto desde otro nivel y cuidan fincas de nombre hermoso, como Garabelos o Lavandeira.

O viño de Galicia volvió ser el de los marineros, de los poetas, de Castroviejo, de Cunqueiro, de Laxeiro, de Quesada, de Xosé Luis de Dios, de estudiantes, de trabajadores, de soñadores…

En todo lo sucedido el hombre sabio con azadón al hombro fue el gran protagonista. Conviene no olvidarlo ahora que nuestros vinos son apreciados en el mundo.

En memoria de Don Tomás de la Vega, benaventano, excepcional persona y admirado profesor del cultivo de la vid.