Han transcurrido más de siete lustros desde su fallecimiento y su imagen continúa fijada en la memoria de varias generaciones. Su recuerdo imperecedero sigue alimentando la pasión devocional de legiones de cinéfilos de todo el mundo que difieren radicalmente de los estándares femeninos aireados por el cine de Hollywood desde posiciones, en muchos casos, de tintes inequívocamente sexistas.

Por eso, y contra todo pronóstico, Romy Schneider (Viena, 1938-Paris, 1982) terminaría representando, desde su ruptura con el cine edulcorado de sus primeros años en su Austria natal y en Alemania, el prototipo opuesto al de la femme fatale para ocupar un espacio mucho más en consonancia con el rigor y la coherencia que siempre se exigió a sí misma como intérprete con el manifiesto deseo de escapar de sus estereotipados y melifluos roles imperiales e interpretar a mujeres de carne y hueso, tal y como demostró años después protagonizando filmes cuyos títulos figuran en la nómina más ilustre de la producción de aquel periodo.

Era una profesional de sólida formación, que, cuando cayó en manos de buenos directores, en el ecuador de su carrera, sacó a relucir sus facultades más ocultas, encarnando a personajes de una complejidad inimaginable en una actriz encasillada durante demasiado tiempo en papeles tan melifluos e insustanciales como los que encarnaba en "Sissi". No obstante, y a diferencia de la mayoría de sus colegas, tenía una gran cualidad: poseía un rostro inquietante y abrasador y sabía mirar y sabía estar, como pudo constatar bajo las prestigiosas batutas de Luchino Visconti, Orson Welles, Jules Dassin, Robert Enrico, Joseph Losey, Andrzej Zulawski y Costa Gavras, brindándonos composiciones inmejorables en títulos como "Bocaccio'70" (1961), "Luis II de Baviera" (Ludwig, 1972), "El proceso" (1962), "El viejo fusil" ( 1975), "El asesinato de Trotsky" (1971), "Lo importante es amar" ( 1974) y "Fantasma de amor" (1980).

"Una de las actrices más maleables, flexibles y dúctiles que he conocido en mi vida", confesaba Bertrand Tavernier tras el estreno en la Berlinale de La muerte en directo", el bronco, sombrío y angustioso melodrama que protagonizó, junto a Harvey Keitel, Max von Sydow y el recientemente fallecido Harry Dean Stanton, gracias a cuya interpretación alcanzaría una de sus últimas y más celebradas cumbres profesionales, poniéndose en la piel de una enferma terminal, vilmente manipulada por el sensacionalismo mediático, bajo un clima malsano y turbador.

Su perfil, como el de las grandes divas del cine galo que la precedieron, descansaba sobre dos virtudes esenciales que mantuvo intactas hasta el fin de sus días: contención gestual e inteligencia emocional, dos poderosas razones que siempre esgrimió para explicar su distancia con el cine estadounidense y su consiguiente negativa a participar "de la política tiránica de los grandes estudios empeñados en mostrar en sus producciones una imagen muy poco edificante del papel de la mujer en la sociedad contemporánea".

Sus ojos mostraban una mirada iluminosa, serena y enormemente expresiva que cautivó a los cineastas incluso cuando se prestó a introducirse en la piel Elizabeth de Baviera, (Sissi), en tres producciones que incluso tuvieron recorrido muchos años después con reposiciones televisivas, "Sissi" (1955), "Sissi emperatriz" (1956) y El destino de Sissi, 1957), dirigidas las tres por el rutinario realizador vienés Ernst Marischka.