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La mirada de Lúculo

En las cocinas ya no vuelan aceros

Es pura melancolía: el laboratorio culinario ha arrinconado los cuchillos y el fuego

En las cocinas ya no vuelan aceros

Si quieres cocinar necesitas un buen cuchillo. El cuchillo ha sido siempre la prolongación del cocinero, la primera manifestación de su destreza, de sus sueños y ambiciones. Es verdad que la imagen del profesional cada vez se asocia más a esas pincitas ridículas con las que se colocan milimétricamente los brotes germinados y las florecillas en los platos finolis, pero el cuchillo es el arma por excelencia. Un chef sin cuchillo sería como un peluquero sin tijeras y, sin embargo, al cuchillo se le está empezando a perder el respeto, prueba de la clase de lugares en que se han convertido algunas cocinas, donde se puede observar a los miembros de las cuadrillas, de uno en uno, emplatando como si se tratara de androides. Casi todos se dedican a emplatar, ya no se ven tantas calderas en ebullición, sartenes bailando sobre el fuego. El decorado es otro desde hace tiempo: termómetros, sofisticadas básculas, medidores de pH, refractómetros, sifones, cucharas perforadas y dosificadoras, pipetas y jeringas, ahumadoras, equipos de deshidratación y de cocina criogénica, amasadoras, robots de todo tipo, sopletes, roners para el vacío y la baja temperatura, la Biblia en verso. No es que todo esto sobre o esté mal, al contrario, pero la música es distinta. Particularmente echo en falta, como escribió Santi Santamaria, el artilugio ideal para desespinar congrios. Por ejemplo.

Bien afilado

Pero sigamos con los cuchillos. Uno puede tener a mano los que prefiera y del tamaño que desee -en el timo de que se necesita un juego completo para desenvolverse en una cocina hemos caído todos- pero lo verdaderamente primordial es disponer de un cuchillo bien afilado, uno, que resulte más cómodo que el resto. Del tamaño que sea, cada cual elegirá el adecuado a su mano y su destreza. Con él podrá cortar todo aquello que se le ponga por delante. Hay magníficos aceros alemanes de Henckels, Wüsthof, Global, Müller, etcétera, pero también existen otros más baratos estupendos, con medidas de filo y pesos variados. Lo esencial en un cuchillo, como en un instrumento musical, es la afinación. Con un acero romo se puede destrozar el producto; quien lo utiliza corre el riesgo, además, de cortarse con mayor facilidad que al usar uno afilado. Junto a un cuchillo hay que tener una piedra para su mantenimiento y puesta a punto. Los filos se desgastan de restregarlos contra los afiladores de acero.

Pero hablemos del fuego, otro de los grandes factores en cierto modo arrinconados por el laboratorio de la restauración. Si el cuchillo es fundamental en la cocina, lo es en igual medida el fuego que actúa como el termómetro de las cocciones. Sin ir más lejos, la carne. El tejido de la carne es el de un organismo vivo y no hay dos trozos iguales. Se suele decir que de ella que está hecha cuando ella misma lo decide. En un pichón o en una codorniz, si no te fías de la experiencia merece la pena hender en la pieza para comprobar el estado de la cocción. El filete se cocina hasta que tu toque te da entender que está en su punto. Una chuleta de cordero o de ternera tiene que ofrecer cierta blandura al tacto, un tipo de elasticidad que se percibe en los materiales de primera.

"Los cuchillos de cocina siempre han estado un paso por detrás de las armas", ha escrito Bee Wilson en su libro "La importancia del tenedor" (Turner), una historia, a la que ya me he referido en otras ocasiones, bien documentada y magistralmente contada de los inventos y artilugios que han contribuido a la evolución culinaria doméstica, de las llamas de una hoguera a la comida cocinada al vacío, o de la cuchara de madera a los peladores y ralladores ergonómicos. Wilson es autora de una columna en el "Sunday Telegraph", "The kitchen", que figura entre las más leídas de la prensa británica. Y el libro del que les hablo es el primero de los tres con su firma que fue publicado en castellano va a hacer ahora tres años. Nadie que esté interesado en el mundo de las perolas debería dejar pasar la oportunidad de leerlo.

No hay olla sin cucharón, ni guiso sin cuchara. La Restauración en Inglaterra trajo la reapertura de los teatros, la mejor música de Händel y nuevos diseños de las cucharas, que pasaron de la más pura sencillez ornamental al mango trebolado, tras la austeridad que implantó Cromwell durante la efímera era republicana. Una parte del mundo ha optado en esta vida por el tenedor y otra por los palillos, pero nadie ha prescindido de la cuchara: de madera, de plata, simplemente metálica, de porcelana china o de nácar. Ayuda a llevarse la comida a la boca. La propia Wilson cuenta que Jane Goodall vio cómo sus chimpancés fabricaban una especie de utensilio cóncavo con hojas de hierba con el que les resultaba más sencillo sorber termitas. Los humanos se dieron cuenta ya hace tiempo de que había alimentos demasiado líquidos para poder comerlos con las manos. No todos, pero muchos orientales, los más alejados de la modernidad, siguen mostrando cierta grima por los tenedores, que, a diferencia de los palillos, pueden chocar con los dientes cuando uno se los lleva a la boca. Con los dedos era otra cosa. Ahora se ve mucho, por ejemplo, en las barras o mesas de sushi cómo se utilizan los palillos para llevarse las piezas a la boca. A veces de manera tan inexperta como incómoda. El sushi, tanto el maki como el nigiri, no hay que ser cursis, la forma más cómoda y racional de comerlo es utilizando los dedos de pinzas. Con la mano, señoras y señores. Así lo hacen habitualmente japoneses y japonesas.

Tenedor

El tenedor de mesa es un invento relativamente reciente, que fue, además, objeto de mofa cuando se presentó y a alguien le dio por pensar en consonancias diabólicas. En el siglo XVII todavía se consideraban extraños artilugios, menos en Italia, que adoptó primero que otros lugares uno de los utensilios que acabarían por ser más comunes. Los italianos terminarían por sustituir el punteruolo, pincho de madera alargado con el que comían los macarrones los tagliatelle y los espaguetis, por el tenedor. Evidentemente dos y tres puntas resultaban más útiles que una para enrollar los fideos y llevárselos a la boca. Y lo siguen siendo: para hacer una pelota resbaladiza con la pasta no hace falta servirse de una cuchara para apoyar. En muchos lugares de Italia consideran este tipo de apoyo una cursilería propia de turistas poco habituados al mangiare bene. Algo parecido al empeño de acompañar los sorbos de un tequila con la sal y el limón. A veces incluso un tequila reposado.

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