Con el mejor Otello de los últimos tiempos dio comienzo el VI Festival del Mediterráneo en el Palau de les Arts de Valencia. La intendente Helga Schmidt y el maestro Zubin Mehta han resuelto admirablemente la ecuación del bajo presupuesto y la altísima calidad con una producción diseñada para conmemorar el bicentenario de Verdi, tras haberse anticipado al de Wagner en 2007/2009 con el Anillo referencial del siglo XXI.

Ovaciones como las de entonces volvieron a sonar el sábado en el polémico espacio de Calatrava, con la reina Sofía en su palco y al aforo abarrotado. Los dos poderes titulares, una orquesta (la de la Comunitat Valenciana) y un coro (el de la Generalit) absolutamente sensacionales, dictaron una vez más la lección que otros no aprenden: su decisiva importancia en una casa de ópera, donde todo puede ser azaroso pero no indigno con el nivel señero de los colectivos; lección igualmente aplicable a la política, y más aún cuando sus solistas tienden al fiasco. Gracias a esa calidad de base se salva la cultura y nos salvamos todos.

La producción escénica también es multiplicadora desde la sobriedad. El director turinés Davide Livermore, vinculado a la casa, ha desarrollado una inteligente lectura de la dualidad del alma, convirtiendo el personaje Yago en el lado oscuro de Otello. El personaje atormentado se traiciona a sí mismo en la génesis contradictoria del psiquismo humano, y engendra el proceso indiciario de sus propias dudas hasta el límite de la desintegración moral y la locura. La presencia de Yago dramatiza la tortura haciéndola visible, pero ontològicamente es redundante: todo está en Otello.

La escenografía es pura sustancia, con una estructura significante que reduce el atrevo a casi nada y no precisa de saltos en el tiempo para el sobrio y modélico vestuario, también firmado por Livermore con Mariana Fracasso. Dos enormes anillos fijos cercan las alturas y se bastan para contener todas las atmósferas, enriquecidas por las luces y los vídeos, así como el certero movimiento de los protagonistas y las masas. Este artefacto futurista se basta para dar tiempo y espacio a lo que Verdi quiso decir en la obra maestra de su catálogo dramático.

Dos auténticos gigantes, el tenor estadounidense Gregory Kunde y el barítono español Carlos Alvarez, marcaron con genialidad las dos caras del arquetipo shakespeariano. La voz del primero, poderosa y belísima, contundente y conmovedora, ha tenido una trayectoria insólita desde que le conocimos hace años en roles belcantistas, de tenor di grazia. El músculo y la sonoridad de su cañón espectacular, spinto casi dramático, sabe hacerse tan emotivo como el de Plácido Domingo, y valga en este caso una comparación más gloriosa que odiosa. Con la recuperada plenitud de su no menos bella voz, Carlos Álvarez construye un Yago que le ratifica como el mejor dramático verdiano del presente. Su crecimiento expresivo y actoral es también portentoso. Los solos de ambos, los duros y las escenas concertadas quedan como ejemplo de un esplendor único. Su inteligencia con Mehta -que dirige de memoria toda la obra, sin descuidar un solo segundo el acontecer escénico, es memorable-. La suntuosa orquesta puede ir al fortísimo sin cubrir las voces porque las rodea como una segunda piel. La riqueza de matices y registros, en la efusión y el recogimiento, es inagotable.

Destacar entre dos colosos no es tarea fácil para Desdémona, pero la soprano italiana María Agresta lo consigue a todos los niveles: la belleza vocal, la técnica de emisión, la ternura, la inocencia y la terquedad atalizadora de las dudas de Otello. Los tres y Mehta fueron aplaudidos hasta el delirio, con entusiastas recompensas a Livermore y su gente, Francesc Perales, director del Coro, la Escolanía de la Mare de Deus del Desemparats y su director Luis Garrido, los competentes comprimarios Marcelo Puente y Cristina Faus, etc. Noche memorable. El verdadero talento se sobrepone a la ruina de un país claudicante. ¡Gracias!