Un pantano como símbolo de la putrefacción social de estos tiempos es el eje de En la orilla (Anagrama), la última novela de este escritor realista -y algo más- valenciano. Lejos de capillas intelectuales, es una de las voces de referencia de la literatura actual en español con títulos como Crematorio, televisiva radiografía de la miseria moral de la burbuja del ladrillo.

-Busca una prosa directa, que golpee, ya que "nadie se va a librar de oler a perro muerto". ¿Quiere producir la náusea en el lector? ¿Hundirle el día?

-De pequeño era muy poético, pero cada vez me fastidia más la retórica. Incluso los títulos de los libros son más cortantes. Este -y los tres últimos- lo que quiere es apartarse del lenguaje convencional y mirarlo a distancia. El libro es tremendo si te lo tomas trágicamente, pero está lleno también de rasgos de humor, porque usa el lenguaje buenista y beato con distancia para caricaturizarlo en cierta manera.

-¿No hay algo de misantropía en quien escribe hijos de puta son los hombres, no importa el dios en que crean o digan creer o define al hombre como bípedo comprador de coños?

-Bueno, hay varios sitios donde poner el foco. Si lo pones muy cerca, estás rodeado de gente a la que quieres o con la que te ríes. En rasgos generales, soy tan pesimista como puede serlo usted o cualquiera que observe un poco los mecanismos de la vida cotidiana, donde el 90% de los comportamientos son poder, sexo y dinero. Por ello la gente se mata, se navajea o se fumiga, incluso en el interior de una familia.

-Tal vez viene a cuento esa frase sobre el escepticismo de Unamuno, que no sabía si era la mejor forma de vida, pero sí la que mejor literatura producía?

-Cuando salió Mimoun (su primera novela, en 1988) la presentó Carmen Martín Gaite y dijo que le parecía purificadora; que después de pasar por la suciedad del libro uno salía un poco reconfortado. Y algo de eso hay en los libros en general. Necesitas escribirlos porque te colocan a salvo de esa ola egoísta y voraz que nos invade. Tienen algo, aunque suene ridículo, de ascenso al Monte Carmelo, de lavatorio. Si no escribiera no sería capaz de soportar mis contradicciones con la sociedad en la que vivo. Llevado al extremo puede ser una forma de cinismo peligrosa: mato, pero como luego escribo, me lavo. No es eso, pero sí tienen una misión de conocimiento de uno mismo y de decir "no me vais a comer mientras me quede la palabra". Creo que todos mis libros son una indagación en la grieta que me separa del código reinante.

-¿El peligro de tan desoladora visión del mundo no es el nihilismo y los populismos o totalitarismos que suelen venir a continuación?

-Yo creo que el libro es una defensa contra los populismos por la trituradora de lenguajes que es. La intención de un libro es hacerte más sabio para protegerte mejor. La literatura que seduce es mala y la que te obliga a conocerte, aunque sea doloroso, es buena. La tensión que quiero dar a los libros es una escenificación de la que yo siento al escribir. Aprender cosas de mí que no me gustan hace daño y quiero que el libro haga daño también al lector, porque también está aprendiendo cosas de él que no quiere saber. Sí, al final el mal gana siempre, eso lo sabemos todos, pero la dignidad de la vida está en mantener el mal al menos un minuto al otro lado de la puerta. Plantarle cara, aunque sepas que acabará entrando.

-¿Qué entiende por literatura que seduce?

-La literatura retórica, que acaricia al lector en la dirección del pelo, como se hace a los gatos. La literatura que engaña dulcemente, consuela y promete, y que es mucha de la que hay ahora, esa especie de literatura de autoayuda que tanto gusta. Yo cuento lo que veo en mí mismo e imagino que los demás serán poco más o menos como yo. No tenemos alma, somos el alma de este tiempo.

-La mención a Blasco Ibáñez en la novela no parece casual ni anecdótica?

-No. Hay una reivindicación de Blasco Ibáñez, que es lo mejor y lo peor. Esa especie de mezcla intelectual y beata que ha presidido la universidad española lo ha arrinconado poniendo por encima a escritores que están muy por debajo de él. Arroz y tartana, Cañas y barro o las novelas valencianas son muy buenas. O El intruso. O La horda. Otras son para quemarlo en vida. De alguna manera, Blasco ha contado este territorio como no lo ha hecho nadie. Prácticamente, desde la generación de los 60 nadie ha contado lo que ha estado pasando en este país, ni en la Comunitat Valenciana ni en España.

-¿Qué se contó entonces?

-Ellos sabrán. Yo no he hecho más que intentar contar lo que estaba pasando. Pero es llamativo que ahora empiecen a salir algunas novelas y que en todos estos años el día a día haya interesado muy poco.

-¿Vivir apartado y en relativa soledad es una opción vital?

-Necesito tener una distancia con el mundo literario. Si no, acabas teniendo el tonillo de grupo. Los escritores del mismo grupo mediático parece que todos balan parecido. Estar fuera te permite no dejarte presionar: puedes decir las burradas que quieras sin que nadie te coarte.

-¿Hay también una voluntad de no ejercer de intelectual?

-Para empezar, tengo muy mala memoria. No sé citar un verso de memoria y no recuerdo el título de la novela que leía esta mañana. Y no tengo facultad de pensamiento abstracto, las ideas no se me quedan y las cambio. Me gusta más contar cosas concretas.