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Llegó a mi vida en uno de mis cumpleaños, con la adolescencia recién estrenada y la pasión por la música latiéndome en el pecho como si alguien hubiera intercambiado mi corazón por el de un elefante. Rasgué sin ningún cuidado el papel de regalo y apareció, majestuoso, un walkman Sony de plástico azul con auriculares de esos que recorrían la cabeza, de una oreja a la otra.

Por entonces, y estoy hablando de principios de los años 90, almacenaba la inmensa mayoría de mi música en formato casete. Una minicadena con CD acababa de llegar a mi casa y, de cualquier forma, no tenía suficiente dinero como para comprar todos los compactos que deseaba escuchar. Sin internet, con sus Youtubes y Spotifys, la cinta era la única manera de acumular música para un melómano que recibía pocos cientos de pesetas de paga semanal.

Así que el walkman llegó a mi vida. Y las posibilidades de escuchar música se multiplicaron exponencialmente. Escuchar mis propios discos en el coche familiar sin tener que sufrir las elecciones de mis padres, en el autobús urbano camino del instituto, en la playa, el monte, paseando por la ciudad… No había una vez que saliera de casa sin un cargamento de cintas en la mochila. Algunas con los títulos bien puestos en las pegatinas y otras no. Algunas con sus cajas y otras no. Unas pocas originales, la mayoría piratas. No importaba, marcadas o no, las reconocía como si fueran mis hijas.

Claro que el casete exigía tiempo y sacrificio. Desde grabar canciones de la radio evitando la voz del locutor y las malditas señales horarias, hasta las interminables sesiones de grabación de CDs prestados. Recuerden que para grabar un disco compacto en una cinta había que escucharlo entero y, dependiendo de la extensión del mismo, tratar de encajarlo de la mejor manera posible en las dos caras de la cinta.

Las historias y pequeñas anécdotas del walkman y el MC, como se conocían las grabaciones en formato casete, caminarían ya para siempre de la mano. Incluso cuando casi todas las casas ya disponían de ordenador con grabador de CDs, el walkman mantuvo viva a la cinta. Yo tuve un discman, lo reconozco, pero apenas lo utilicé. Primero, porque el consumo de pilas en comparación con el walkman era ridículo (siempre que rebobinaras las cintas con un boli Bic) y segundo, porque no consiguieron inventar un discman que no me estropeara los CDs o detuviera el hilo musical cada diez segundos si lo utilizaba caminando.

Igual que el video asesinó la "radio star" (que cantaban The Buggles), el mp3 acabó definitivamente con ese mítico tándem de las cintas y el walkman. Me tuve que dar cuenta en un vagón de metro de una gran ciudad europea hace un par de años. Un servidor ya disfrutaba de las bondades del ipod, acostumbrado ya a su tacto y sus listas de reproducción, cuando otro pasajero desenvainó la cinta que estaba escuchando en su walkman, la giró 180 grados y la volvió a meter en el aparato. Más que un viaje en metro, aquello me pareció un viaje en el tiempo.

Sin embargo, no ha sido hasta esta semana cuando Sony ha anunciado la defunción oficial del walkman. Al conocer la noticia, reconozco que me ha invadido cierta sensación de nostalgia. Porque si bien es cierto que en la música no importa el formato sino lo que suena, el walkman y la cinta (la cinta y el walkman) cambiaron para siempre mi educación musical. Supongo que, sólo por eso, este blog les debía un homenaje. Mientras me retiro a mis aposentos a rezar una plegaria y, tal vez, revisar mi vieja colección de casetes, les invito a que dejen sus condolencias al walkman en los comentarios. Seguro que ustedes y él también pasaron muy buenos ratos juntos. Cuéntenoslos, se sentirán mucho mejor.