Recapitulemos para comenzar: “El golpe del 23 de febrero [1981] fue un golpe exclusivamente militar, liderado por el general Armada, tramado por el propio general Armada, por el general Milans y por el teniente coronel Tejero, alentado por la ultraderecha franquista y facilitado por una serie de maniobras políticas mediante las cuales gran parte de la clase dirigente del país pretendía terminar con la presidencia de Adolfo Suárez”. Hasta aquí lo que ya sabemos. Pero, ¿hubo motivaciones psicológicas en los protagonistas, aparte de las políticas o militares? ¿Es cierto que el Rey dejaba hablar, sin cortar por lo sano, a quienes querían quitarse de encima al presidente Suárez y no entendió que su silencio resultaba elocuente a oídos interesados? ¿Cuál fue “la placenta del golpe”, cuáles los órganos intermediarios durante la gestación entre la madre y el feto? ¿Estuvieron algunos espías del CESID dentro, contra o a favor del golpe? O, en definitiva, ¿cómo era todo hace veintiocho años, a lo largo de aquellas horas eternas en que la democracia española parecía irse al garete gracias a las armas de unos, a la complicidad de los otros y al silencio atemorizado o expectante de la sociedad civil? Javier Cercas investigó la placenta del golpe durante años; vio cientos de veces los 35 minutos de imágenes que las cámaras de TVE consiguieron de la toma del Congreso; formuló hipótesis, especuló, aventuró: quería escribir una novela (sin duda un novelón) sobre el 23-F. Al cabo, se dio cuenta de que la gran ambición de un novelista, que no es otra que suplantar la realidad con otra realidad ficticia más potente, no podía cumplirse en este caso. Se dio cuenta de que los hechos y sus posibles o probables interpretaciones contaban con tan gigantesco tonelaje que se hacía innecesario fabular sobre ellas, llevarlas al terreno de la ficción. Así nació este libro apasionante, escrito con todo el vigor de un narrador pleno, que es ensayo y es periodismo y es, en muy pocas situaciones, aventura sobre lo que acaso pudo ser; un libro tan hipnótico -gracias a la disposición de sus componentes, gracias al ritmo tenso con que está escrito- que no podemos abandonar su lectura aun sabiendo cómo va a acabar todo. El resultado, “Anatomía de un instante”, el libro de referencia de este curso y una obra fundamental para conocer de dónde venimos y cómo fuimos.

Los héroes. Ya no hay enigmas sobre el 23-F, sostiene Cercas, o, al menos, ya no hay grandes enigmas. Todo está contado, pero acaso mal contado. Por eso llega Anatomía de un instante. Cercas formula preguntas en voz alta (y las responde), repite fórmulas una y otra vez (Suárez aparece siempre “Solo, estatuario y espectral en un desierto de escaños vacíos”; el gobierno que pretendían los golpistas es “de gestión o concentración o salvación o unidad”, creando así varios ritornelos que anclan al lector en lo que se cuenta, al darle esos estribillos como referencia); cambia los puntos de vista narrativos y, cuando se moja en una hipótesis, lo aclara: “Eso es lo que yo creo”. Con prólogo, epílogo, bibliografía y notas aclaratorias, el libro se divide en cinco partes donde se van analizando la placenta del golpe, la actitud de Gutiérrez Mellado, la de Carrillo, la de todos los golpistas, y un a modo de conclusión sobre la metamorfosis que el 23.F opera en todos los participantes. Pero, ojo, cada parte es como un cesto de cerezas: no es que sólo, por ejemplo, se hable del general Mellado en la 2ª parte: es que, al hablar de él, salen y salen historias entrelazadas que iluminan los hechos e iluminan el instante del título: aquel en que, zumbando las balas a su alrededor, Suárez y Carrillo permanecen sentados en sus escaños (el resto de los diputados obedece la orden de tirarse al suelo) y el general Gutiérrez Mellado se planta en jarras contemplando cómo la democracia parece desmoronarse.

En 1980, todo hace indicar que Suárez ha conseguido sustituir la democracia franquista por una monarquía parlamentaria, pero no sabe cómo gestionarla. Se inhibe, se aísla en La Moncloa. El CESID informa entonces: hay varias operaciones civiles encaminadas a quitarse de encima al presidente; hay tres más militares: la de los tenientes generales; la dura de los coroneles; la muy peligrosa de los espontáneos (que ya contaba con el frustrado intento de la operación Galaxia); y la mixta, civil y militar, que, si fracasaba, daría vía libre a cualquiera de las militares anteriores. A Suárez no lo podían ver ni los militares, ni sus compañeros de partido, ni caso el Rey: cuando le presenta su dimisión, manda llamar al general Sabino Fernández Campo y, sin un consuelo al dimisionario, sin una palabra de comprensión o aliento, dice: “Sabino, éste se va”. Suárez, “solo, estatuario y espectral en un desierto de escaños vacíos”, va a encontrar en el 23-F un modo de legitimarse (o redimirse) con ese gesto de resistencia ante las órdenes de los guardias de Tejero. Es la ética de la traición, que Cercas explora de manera admirable. Suárez había traicionado al franquismo desmontándolo. Gutiérrez Mellado había traicionado sus juramentos militares al haberse levantado en armas contra un gobierno democrático en 1936. Santiago Carrillo había hecho lo mismo en la revolución de 1934. No obedeciendo las órdenes de Tejero, los tres consiguen en ese instante el mayor de los reconocimientos democráticos, su resistencia los legitima como demócratas y purgan así los pecados de su pasado franquista, golpista o revolucionario, respectivamente. Así lo ve Cercas.

En cuanto al Rey, “Anatomía de un instante” defiende que -en un principio, antes de la tarde noche del golpe- se equivocó, facilitó el golpe, aunque lo paró luego. Dio alas que más tarde cortó. El autor lo resume con una frase exacta: “Se dejaba decir”, sobre todo se dejaba decir por el sinuoso Armada, el que había sido su preceptor. El Rey dudó: tenía en su memoria el horror a que le ocurriese lo mismo que a su abuelo Alfonso XIII, quien ligó la Corona a los militares de Primo de Rivera y cayó por ello y con ellos. O, más cercano, el espanto a lo sucedido a su cuñado Constantino con los coroneles griegos. Por ello paró el golpe y sostuvo el orden constitucional, aunque antes hubiera permitido que le hablasen las sirenas de Armada.

Los villanos. “Armada, Milans y Tejero. Fueron los tres protagonistas del golpe: entre ellos urdieron la trama: Armada fue el jefe político; Milans fue el jefe militar; Tejero fue el jefe operativo del detonante del golpe, el asalto al Congreso”. El plan era tomar el Congreso (triunfó), sacar los tanques a la calle en Valencia (triunfó), que la Acorazada Brunete tomase Madrid (fracasó) y que Armada (“el elefante blanco”, sin duda), se presentase ante los diputados secuestrados, con el beneplácito de La Zarzuela, para encabezar “un gobierno de gestión o concentración o salvación o unidad” (fracasó).

Sin embargo, añade Cercas que en un tris estuvo la cosa, pues ¿cómo habrían reaccionado los congresistas y el país (que tan silencioso y temeroso y expectante aguardaba acontecimientos sin salir a la calle a manifestarse en defensa de la democracia) si el general Armada no hubiese cometido “el error de su vida” cuando, en efecto, fue al Congreso (a título personal, eso sí, sin una orden del Rey, como pretendía) con una lista de gobierno, que incluía a socialistas y comunistas, en su cartera y sólo se le ocurre (a él, tan astuto para estar en todas las salsas del golpe, a las que manejaba para salir triunfante ganase la que ganase) enseñársela a Tejero, ante lo cual el teniente coronel golpista le cierra el paso? ¿No habríamos asistido, como dijo Calvo Sotelo, a una manifestación posterior no a favor de la democracia y sí a favor de la solución Armada (y armada, con minúscula) que vendría a establecer una democracia restringida que pusiese freno a la situación que atravesaba entonces en país?

Los golpistas tenían diferentes modelos. Armada quería ser De Gaulle en 1958, cuando el general francés fue llamado al poder y creó la V República. Milans era un golpista de tradición familiar. En una recepción fue capaz de decirle al Rey que, si se tomaba otro cubata (así lo cuenta Cercas), sacaba los tanques a la calle. Tejero, por el contrario, soñaba un país como un cuartel. El primero odiaba a Suárez a muerte, pues le había privado del favor real; el segundo aborrecía a Gutiérrez Mellado, que había desmembrado el ejército de la Victoria; el tercero despreciaba la democracia de rojos y separatistas. Fracasaron, el Rey les cortó las alas. Al ser juzgados, montaron un número para tratar de justificar el golpe como una operación a las órdenes del Rey. Dice Cercas: “Ninguno de los procesados dijo lo que hubiera debido decir: que habían hecho lo que habían hecho porque creían que era lo que había que hacer, aprovechando que Milans decía que Armada decía que el Rey decía que era lo que había que hacer, y que en todo caso lo hubiesen hecho tarde o temprano, porque era lo que igual que tantos de sus compañeros estaban deseando hacer desde hacía mucho tiempo”.