En el tercer mundo una catástrofe natural suele significar que miles de familias pierdan lo poco que tienen. La precariedad de las construcciones, que son apenas unas tablas y unas hojas de uralita afincadas de cualquier manera sobre una pared de ladrillos; las malas condiciones sanitarias, que son el caldo de cultivo perfecto para que se propaguen gravísimas enfermedades; el exceso de burocracia; o las pésimas carreteras son factores que provocan que un terremoto como el que asoló Indonesia el más pasado se lleve la vida de cientos o miles de personas.

Pablo Oubiña González (un vilagarciano de 34 años) y Jesús Paz Pérez (un vecino de Ribadumia de 33) acaban de regresar de Sumatra, después de pasar diez días trabajando en tareas de ayuda humanitaria. Primero estuvieron en la ciudad de Padang, donde todavía era posible establecer un hilo con la civilización, pues incluso había aún hoteles abiertos.

Pero enseguida les destinaron a Pariaman, una provincia de 400.000 habitantes situada en una zona montañosa, a unos sesenta kilómetros al norte de Pandang. Se trata de una provincia de acceso muy difícil, con una población muy dispersa en minúsculas aldeas perdidas en plena selva.

Los dos arousanos –ambos son los responsables de la unidad canina de rescate de los Bombeiros do Salnés– se encargaron de diversas tareas, como el reparto de alimentos y demás ayuda humanitaria, la reconstrucción de colegios o el apuntalamiento de edificios afectados por el seísmo.

Cuentan que fueron unos días muy duros. Dormían en tiendas de campaña, cubiertos de repelente contra los mosquitos –en esa zona una persona podría contraer la malaria o el dengue por una simple picadura–, y cuando se levantaban, a las seis de la mañana, la temperatura ya era de unos treinta grados.

Su dieta se limitaba a un puñado de arroz y a una lata de comida precocinada –como las que utilizan los militares en campaña–, y trabajaban hasta diez horas diarias bajo temperaturas que llegaron a alcanzar los 50 grados y con una humedad de hasta el 90 por ciento. "Es muy duro, tanto a nivel físico como psicológico. Nosotros perdimos cinco kilos cada uno", cuenta Pablo Oubiña.

Jesús Paz, por su parte, manifiesta que tras un viaje de este tipo se valoran mucho más objetos que en Occidente son cotidianos y que en una región rural de Indonesia son artículos de lujo, como un simple inodoro con agua corriente o un refresco frío.

"Allí sólo podíamos beber cosas calientes, porque no había ninguna manera de refrigerar el agua. No nos quedaba más remedio que beberla, porque con ese calor nos deshidrataríamos enseguida, pero era como tomar sopa", explica Paz Pérez.

Y sin embargo ambos regresan a O Salnés con las alforjas llenas de recompensas. Jesús Paz, por ejemplo, recuerda todavía con los pelos de punta el día que terminaron la reconstrucción del colegio y un grupo de veinte niños de una aldea les dieron las gracias regalándoles tres caramelos. Pablo Oubiña, por su parte, evoca a Yonqui, que fue su taxista durante su estancia en Indonesia. Era un adolescente de sólo 16 años, a pesar de lo cual ya conducía su propio coche, aunque no tenía carné. "Es una persona a la que probablemente no vas a volver a ver en toda tu vida pero a la que tampoco olvidarás nunca".

Ambos bomberos pudieron viajar a Indonesia ya que pertenecen a la organización no gubernamental española Salvamento, Ayuda y Rescate, coordinando su actuación la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo. Esta ha sido su primera misión humanitaria internacional tras una catástrofe y coinciden en que regresarían si fuese necesario.

"Tú lo estás pasando muy mal ahí. Estás lejos de casa, pasas hambre y te sientes agotado. Pero luego ves como la gente agradece lo que estás haciendo y eso lo compensa todo", concluye Pablo Oubiña.