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Compasión necrófaga

Wenceslao Fernández Flórez no solo fue un buen escritor, a veces un admirable escritor, aunque actualmente estén bastante olvidadas novelas como "El malvado Carabel", "Volvoreta o la mejor," "El bosque animado". Fernández Flórez fue también un magnífico periodista que escribió, por ejemplo, cientos de crónicas parlamentarias bajo el epígrafe "Acotaciones de un oyente" durante las Cortes alfonsinas y las de la II República. Siempre padeció de timidez. Su galleguismo moderado y un ligero anticlericalismo transformaron esa timidez en un parapeto cuando llegó el franquismo. Pero antes, cuando era un crío, su timidez era pura, ingenua y recental. Después de dirigir una revista en su adolescencia entró por fin en un periódico. Al día siguiente se quemó un pazo y el director le mandó a cubrir la noticia. Llegó al atardecer sin nada que escribir, alicaído, agotado. El director le increpó duramente:

--¿Cómo que no tienes nada? ¿No hablaste con el propietario?

--No, no? ¿Cómo iba a ponerme a entrevistar al dueño del pazo? Se le ha quemado todo. No le queda nada en el mundo. Estaba llorando, sentado en una piedra. ¿Cómo iba yo a hacerle una entrevista así?

Durante mucho tiempo creí que lo más sorprendente de esta anécdota es que el director no hubiera despedido a Wenceslao Fernández Flórez. Porque no lo hizo. Lo que más me interna ahora, en cambio, es la compasión del periodista y su convicción de que esperando 24 horas podría ofrecer una mejor información sin hozar carroñeramente en el dolor ajeno. Algo que parece hoy muy naif. La compasión ahora no consiste en el duro ejercicio del silencio y en la prudencia de la investigación, sino en abrazar a la víctima con canibalismo necrófago. Porque ahí está el asesinato de un niño y los periódicos convertidos en folletines empapados en miedo, mugre y sangre y los partidos políticos debatiendo obscenamente en el Congreso de los Diputados sobre la prisión permanente revisable con padres de las víctimas en el palco de invitados, como si existiera la más insignificante prueba sobre la capacidad de una maquillada cadena perpetua para impedir asesinatos de niños o mayores. Porque soy incapaz de escribir sobre la muerte de un inmigrante africano y mantero en el barrio madrileño de Lavapiés para sentenciar que la policía solo puede decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad o que al fallecido lo ha asesinado el capitalismo neoliberal que produce el desorden global, y eso incluye desde los concejales de derechas hasta Mariano Rajoy y el Fondo Monetario Internacional, pasando por los socialdemócratas integristas y Bertín Osborne como intelectual orgánico al servicio de las élites del poder. Felicito a los que lo saben todo satisfecha e inmediatamente. A los que les basta la empatía, las convicciones ideológicas o las emociones más nobles para alcanzar la clave hermenéutica de cualquier iniquidad y despejar el terreno entre el bien y el mal. La pérdida, el dolor y la desolación alimentan como un veneno el negocio publicitario, las estrategias político-electorales, la inmejorable opinión que tenemos de nuestras opciones políticas y morales a las que la realidad nunca perturbará.

Fernández Flórez --como Manuel Chaves Nogales o como Gaziel-- no hubiera tenido una maldita oportunidad de escribir una línea en un diario en este incivil, cuatrero y estúpido comienzo de siglo.

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