Lo criticamos todo porque olvidamos rápido. Va a ser cierto lo de que alguna gente olvida lo que es tener 16 en cuanto cumplen los 17 ("Ventajas de ser un marginado").

En realidad venimos de una época en la que vivir por el qué dirán lo era todo. Recuerdo que en la mayoría de las casas había esa habitación o ese algo que no se usaba, que moría nuevo aunque hubiese sido comprado con gran esfuerzo. Una cocina eléctrica, una vajilla, un salón blanco; cosas que no te hacían más feliz por tenerlas, te hacían más feliz porque los demás sabían que las tenías. Tener para enseñar, para aparentar.

Recuerdo escuchar de niña esas conversaciones de mayores. Conversaciones en las que parecía que solo importaba que te viesen, que te viesen en aquel entierro, que viesen el coche nuevo aparcado a la puerta, ser hijo de un determinado apellido o aprobar una oposición de las de "para toda la vida" sólo porque tu familia tenía contactos.

Matrimonios felices, nóminas de funcionario, hijos perfectos, vidas de escaparate; ¿había más verdad ahí que en las redes sociales que ahora tanto criticamos?, quizá no.

Ayer escuché una de esas frases moñas de libreta, ahora más bien de Instagram, que gustan porque quedan y quedas bien: "El amor son dos personas que no se rinden".

En realidad sirve para definir casi cualquier relación; una empresa, un matrimonio, una amistad, un médico y su paciente o un equipo de fútbol. Personas juntas que no se rinden. Que construyen verdades tan de verdad y tan suyas que no las venderán como logros delante de desconocidos, ni las publicarán como simulacro de una utopía, simplemente, porque estarán demasiado ocupadas participando.